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Serafín Fanjul

El reino de los bodrios

lo habitual en estos despliegues de moralina es inocular al pasado, para que broten por todos los rincones, los mitos de nuestro tiempo y reforzar de tal guisa la ideología nada inocente que productor-director-guionista buscan endosarnos de matute

Es un bodrio. A partir de tan elemental principio y punto de partida, ya podemos entendernos y ocuparnos de asuntos de mayor enjundia, incluso relacionados con esa película de Ridley Scott que acaba de estrenarse (El reino de los cielos). Créanme que no concedemos mucha importancia al cúmulo de anacronismos, personajes cuya biografía se fuerza y retuerce para acomodarla al guión, o detalles de ambientación fuera de lugar: la exquisita perversidad de Guy de Lusignan, que no fue para tanto; la ubicación en la Palestina del siglo XII del Alcázar sevillano (que data del XIV, con sus azulejos de estilo nazarí y su neomudéjar de tiempos de Isabel II); la invención de unos devaneos amorosos entre la princesa-reina Sibila y Balian de Ibelin que, por cierto, jamás fue herrero sino noble desde la cuna y señor de Nablus, o los supuestos perdones para los prisioneros que Saladino habría derramado generosamente por doquier, cuando la realidad histórica es que, tras la batalla de Hattin, todos los caballeros del Temple y el Hospital cautivos fueron pasados a cuchillo, o que después de la Toma de Jerusalén –¿Les suena la palabra a los detractores de la Toma de Granada?– tres cuartas partes de la población (quienes no pudieron pagar su rescate) fuesen vendidos como esclavos. Estos deslices carecen de trascendencia en un filme de aventuras, y si la ficción se quedara en esos dignos límites del entretenimiento visual y narrativo, estaríamos salvados, pues desde el momento de entrar al cine somos conscientes de estar participando de un guiño convencional entre guionista-director de un lado y espectadores de otro: sabemos que aquello no es ni fue nunca verdad. Y así lo aceptamos.
 
En alguna ocasión hemos señalado que las distorsiones de detalle en la novela o el cine históricos son pecado leve y fácil de detectar, si se trata de ropas, personas, edificios o alimentos y siempre constituyen campo socorrido para dar rienda suelta a la indignación de eruditos más o menos cascarrabias. No es eso lo peor. Lo más grave sucede cuando la película comienza y termina colando de rondón un trasfondo ideológico –a veces muy manifiesto– inimaginable en el momento y espacio aludidos (véanse los discursos del protagonista sobre libertad e igualdad). Porque lo habitual en estos despliegues de moralina es inocular al pasado, para que broten por todos los rincones, los mitos de nuestro tiempo y reforzar de tal guisa la ideología nada inocente que productor-director-guionista buscan endosarnos de matute. Así son. Y, del mismo modo que en el cine histórico español de los cuarenta y cincuenta, las virtudes –reales o exageradas– de Isabel la Católica se elevaban a la categoría de sublimes y trascendían y anidaban en los corazones de toda la Nación española en una mitificación huera cuyos verdaderos alcance y resultados ahora estamos disfrutando, las producciones americanas de idéntico género, o Western, buscaban la legitimación ideológica del poder, la fuerza –y por tanto la razón– de los anglosajones históricos y, sobre todo, contemporáneos.
 
Pero eso se acabó. En nuestros días lo que se lleva es la imposición del pensamiento único representado en lo políticamente correcto que, dicho sea de paso, nació –como tantas otras tontunas– en las universidades de Estados Unidos. A ver si se enteran nuestros progres, tan antiyanquis como son: ¿Y quién dijo que vestir jeans no transmite ideología? Ahora la moda es el multiculturalismo, la negación de los valores básicos de nuestra civilización, gracias a los cuales la vida en nuestros países es bastante aceptable, y la adoración boba por una sociedad ajena que desconocen y con la cual –desde luego– estos progresistas de canuto y fin de semana evitan mezclarse, con esmero y buen cuidado. Porque una cosa es evocar en la pantalla –y ganando buenos duros en el caso de Scott– el exotismo de parque temático de la tierna bondad natural del Buen Salvaje (por descontado, en choque abierto con la maldad intrínseca de nuestra religión y nuestra sociedad) y otra bien diferente quedarse sin cerveza, ver a las mujeres sólo metidas en un saco negro, o renunciar a la libertad individual para hacer lo que a uno le dé la real gana. Son cosas distintas, aunque de la confusión –y la ignorancia– de grandes extratégas (sic) nazcan ideas geniales como la Alianza de Civilizaciones.
 
Y aun nuestra ministra preferida –Dixie la Anglicana– en sus todavía cercanas andanzas como consejera de Cultura en Andalucía, se indignaba porque el obispado de Córdoba, con tanta razón como prudencia, no autorizó la conversión de la catedral-mezquita de la ciudad en plató desmadrado para estos peliculeros sin fe ni respeto por la lógica. Y más impresentable aun se nos hace el churro que perpetró el director de marras sobre el Descubrimiento de América en el 92 a petición de los socialistas de entonces, que son los mismos de ahora. Encargar tal película a tal director no se le ocurre ni al que asó la manteca. Pero se les ocurrió.

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