La jornada de ayer pasará a la historia como la más abyecta de la democracia española y una de las sesiones más tristes y miserables del parlamentarismo español. Ayer, esa mezcla inextricable de astucia, malicia y estulticia conocida como Rodríguez Zapatero se complugo en la desacralización del templo de la soberanía nacional, se recreó en la demolición de los pilares éticos de nuestras instituciones representativas, se retrató en la galería de verdugos de la nación. Él, tan republicano en Petit, se colocó a la altura de Carlos IV y Fernando VII en Bayona. O por situarlo como merece en la centenaria saga liberticida de su partido, al nivel de Pablo Iglesias, Largo Caballero y Negrín. Tigrekán II ya no está a la altura de sus desmanes. Felipe González era casi un patriota al lado de Zetapé.
Tigrekán I, sí. El infame traidor a su padre (astilla de tal palo) y a su desventurada patria, que tan generosamente derramó su sangre por sí misma y en su nombre frente al invasor francés, no vaciló en recurrir a la horda gabacha para acabar con el renacido régimen constitucional, hijo legítimo de la Constitución de Cádiz, que había jurado defender. España, exhausta, manipulada y extraviada por aquella rata coronada, ni siquiera se defendió. Los Cien mil hijos de San Luis se pasearon tranquilamente por los mismos campos donde Napoleón sólo pudo ganar las batallas necesarias para perder la guerra. La artera propaganda desde el Poder Político, con el típico señuelo de la paz que veneran los pueblos moribundos convirtieron al viejo león español en oveja rebañiega y esquilada, carne de matadero. Naturalmente, aquella paz liberticida no podía ser muy duradera. A su muerte, Tigrekán I nos legó, en compañía de su hermano Carlos María Isidro, otra astilla del palo idiota de Carlos IV, una interminable guerra civil.