“Ay, Galván, hijo y nieto de galvanes...” es lo primero que me vino a la mente cuando la semana pasada me enteré del timo que a lo largo de los últimos treinta años ha perpetrado Enric Marco, el ya ex presidente de la Asociación Amical de Mauthausen. La frase pertenece a una de una de las mejores películas españolas de las que tengo recuerdo. Se llama “El viaje a ninguna parte” y cuenta la triste historia de unos cómicos que, allá por los duros años de posguerra, se ganaban la vida malamente representando comedias por los pueblos de la llanada castellana. Un puñado de actores ambulantes, de perdedores castigados por la vida que coleccionaban sabañones por los embarrados caminos de aquella España en ruinas.
La rocambolesca historia de Enric Marco, el de Mauthausen, me ha hecho repasar de principio a fin aquella película, o al menos la cruda estampa de sus protagonistas, cuya soberbia interpretación ha sido la responsable de que me haya pasado dos horas delante de la pantalla y, lo que es peor, de que haya roto mi juramento de no volver a ver ni un minuto de cine español hasta que Luis Tosar se jubile. Como este hombre es mayor que yo y todo indica que en los años venideros seguirá fluyendo hacia su bolsillo un ingente maná de dinero público, lo más probable es que este viaje a ninguna parte sea para mí el último viaje a nuestro cine. Si le soy sincero, no me pierdo gran cosa. Le invito a hacer lo mismo y a que, si le increpan, responda sin miedo que ancha es Sierra Morena para robar.
El hecho es que en la película uno de los actores, por partida doble ya que pertenece a ese género en el que el cine se regodea retratando a la profesión, padece un trastorno de la personalidad que le hace vivir dos existencias diametralmente opuestas. En una, en la verdadera, es un fracasado cómico errante que, emigrado a la capital, a lo más que llega es a ser extra ocasional en algún largometraje. En la otra, en la que consume sus ensoñaciones, conquista la meca del cine y se convierte en un galardonado galán de Cifesa, de esos que gastaban las mismas formas y estilo que Haro Tecglen en los años cincuenta. Al final, y como demostración palmaria de que la vida es muy perra, muere abandonado en un asilo y olvidado por todos.