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Miguel Ángel Quintanilla Navarro

Vanidad radical

el radical cree que la permanencia en el tiempo de los usos, las costumbres o las leyes acredita su condición violenta e ilegítima. Así, el oficio de la vida es la demolición, no el aprendizaje

Rajoy calificó a Zapatero como un radical. Y acertó, si acendramos el sentido de ese término. ¿Qué es un radical? Podemos explicarlo con un ejemplo. Todos podemos convenir en que sería estupendo que pudiéramos volar. No necesitaríamos escaleras ni ascensores, porque podríamos acceder sin esfuerzo a los lugares más elevados mediante un ascenso vertical, y marcharnos de ellos descendiendo de igual modo. Pero no podemos volar, de manera que necesitamos escaleras y ascensores para acceder a los lugares elevados “dada nuestra naturaleza”. La mentalidad radical ignora la existencia de una naturaleza humana, y considera que la voluntad de ser algo basta para poder serlo, porque lo que parecemos ser –nuestra aparente naturaleza- es en realidad el resultado de la voluntad de alguien. El radical cree que lo que llamamos “natural” es la obra intencionada de un totalitario para que no podamos ser otra cosa, el resultado de una socialización represiva: podríamos volar si no fuera porque en lugar de desarrollar nuestras alas, nos han obligado a emplear “sus” escaleras y “sus” ascensores hasta convertirnos en lo que ahora somos.
 
Para el radical, si queremos entender por qué no volamos no tenemos que estudiar nuestra fisonomía, sino quién construyó las escaleras y los ascensores, porque no lo hizo para salvar los obstáculos que nuestra condición física nos impone, sino para limitarnos. El asunto no tiene que ver con la gravitación –diría-, sino con la obra humana que se dice inspirada por la naturaleza cuando es mera opinión, ideología, mito que hay que desvelar para redimirnos. La propuesta del radical es que nos asomemos al abismo, que ignoremos nuestra “naturaleza” y confiemos en que un golpe de nuestra voluntad nos dará alas.
 
La Constitución de 1978 no ha funcionado bien por casualidad, sino porque se adapta a la naturaleza de la vida social y política española. Pero como el radical no cree que exista tal cosa, sino engaño de unos sobre otros, esa Constitución debe ser demolida. El concepto mismo de “Constitución” -o el de “Estado”- es represivo e indeseable. ¿Cómo negar a otros, a cualquiera, su derecho a hacer su voluntad?
 
La mentalidad radical genera una legislación que prescinde de los datos y de la Historia –mero recuento de engaños- para convertirse en un ejercicio continuado de voluntarismo efímero: dos y dos sumarán cinco, o seis o veinte, si nos lo proponemos, de manera que quienes afirman que el modelo de financiación sugerido por Maragall no permite cuadrar las cuentas, no hacen matemáticas sino ideología, les falta tolerancia; sugerir que la reproducción humana no se produce mediante partenogénesis –mediante la unión de dos individuos del mismo sexo- constituye para el radical un “tic autoritario”; el laicismo no debe consistir en preservar al Estado de la Iglesia, sino en dificultar la vida religiosa contra el criterio y el deseo de los fieles, que viven engañados aunque no lo sepan, porque afirmar la existencia de Dios y conducirse según esa creencia arruina el programa radical, como lo hace cualquiera que afirme una verdad que no sea de autoría y jurisdicción estrictamente personales.
 
¿Por qué “radical”? Porque erradica, porque arranca de raíz. La cultura no le merece respeto, porque no habla de lo que los hombres han hecho para entender su naturaleza y para vencer las limitaciones que ésta les impone, sino de lo que otros han creído de sí mismos y han pretendido imponer a los demás. De hecho, el radical cree que la permanencia en el tiempo de los usos, las costumbres o las leyes acredita su condición violenta e ilegítima. Así, el oficio de la vida es la demolición, no el aprendizaje. Que algo sea antiguo lo condena, porque nada valioso existía antes de que llegara el radical. Qué vanidad. Qué peligro.

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