A quien la haya leído le habrá quedado en la memoria si no el argumento, sí el estremecimiento que causaba aquella novela de Ernesto Sábato, El túnel. Era una novela sobre los ciegos. Como lo será la novela que podrá escribirse sobre este tiempo, que es el de los túneles por los que circula el socialismo gobernante. Ha podido cegar el túnel que provocó el derrumbe del Carmelo en Barcelona. Podrá sepultar también bajo el silencio el túnel que estuvo esperando por una ministra a razón de treinta mil euros al día. Y para camuflar los otros, los más profundos y oscuros, los que se están excavando bajo los cimientos de la Constitución, que son los de la Nación, cuenta con los que no quieren ver.
De ésos, Blanco se ha hecho portavoz. Son los que desean obtener sólo una información: que la ETA abandona las armas. Los de la tranquilidad no importa cómo ni a cambio de qué. Los que tomarán por real el espejismo. Y pensando en ellos, no se molestan los socialistas en dar garantías de que no se pagará un precio político a cambio de esa paz que quieren sacar de los subterráneos.
Hablar de paz es ya un engaño: no hay una guerra en el País Vasco. Hay una banda de asesinos. Pero del acoso policial y el aislamiento político con los que podría derrotársela no se extraería el fruto deseado: la imagen de Zetapé, el pacificador, el dialogante, saliendo del túnel con un acuerdo sobre el papel. Un papel mojado por la sangre de unas víctimas que habrán muerto en vano cuando se acceda a una sola de las exigencias de la ETA.
Algunos se sorprenderán, si llega ese instante, de que después de tantas décadas de lucha contra la ETA, España ceda. Se ceda ella misma. Ceda, por ejemplo, la soberanía que corresponde al pueblo español. Y que a cambio del silencio de las pistolas, silencio que ahora atribuyen a la buena voluntad de los pistoleros, se imponga el silencio a la ley, un silencio que se ha permitido que rija en el País Vasco durante largo tiempo. Como aperitivo, se ha impuesto la ley del silencio para los trapicheos en el túnel.