Juan Pedro Lobatón Cebrián (Rota, Cádiz) precisa que, en hebreo, adamah es “la tierra de la que Dios hace al ser humano” y adam es “el ser humano”. Otra similitud es entre Yahvé (= Dios, origen de la vida) y Eve (=Eva), o bien entre ish (= hombre) e isha (= mujer, hombre femenino). Da gusto tener corresponsales tan cultos.
Por si fuera poco, León Zeldis Mandel (Israel), aduce que, en hebreo, Adam (= el primer hombre) se liga a la palabra adamá (= tierra, no barro). Otro dato es que la palabra dam (= sangre) se parece mucho a Adam y adamá. Insisto en el privilegio de tener un lectorado tan instruido.
Daniel López-Cañete vuelve a la carga con lo de crepare o crepere. Señala otra acepción vulgar, la de tirarse un pedo (crepitus). A propósito de la famosa frase de Cervantes (“dio su espíritu, quiero decir que se murió”, II, 74), don Daniel indica si no será esta una última chanza del complutense en ocasión tan solemne. Eso explicaría ─asegura don Daniel─ el “quiero decir”, puesto que “el dar su espíritu” podría tener el significado escatológico vulgar. No deja de ser curioso ─añado yo─ que lo escatológico sea tanto lo referido a la muerte como a los excrementos. Así, el espíritu sería tanto el alma como la ventosidad. Agradezco mucho la sugerencia de don Daniel sobre la frase de Cervantes.
Vicente Torres desea saber el origen del che valenciano y argentino. Es incierto. El origen más probable es una voz natural (tx, ch, che), una interjección, con la que se llama a un animal, a una persona, o se excita la marcha de las caballerías. Recuérdese el verbo de chitar o chistar (= llamar la atención de alguien). Esa asociación se produce en lenguas muy distintas. Para llamar al camarero en una lengua que no conocemos, basta con pronunciar algo así como “ch” y todo el mundo se entiende. Mejor todavía si acompañamos ese sonido con un movimiento de la mano. Ignoro por qué ese recurso tan natural del che se ha conservado en lugares tan distantes como Valencia, Buenos Aires o el País Vasco. Lo raro es que no sea más general.
Raúl de Juan tiene “curiosidad por conocer el origen de la palabra ratero al referirse a los ladrones. ¿Tiene algo que ver con rata?”. Es claro que sí. Los ratoniches son habilidosos para vagar a oscuras y colarse sigilosamente en las casas a la busca de comida o de calorcillo. Ratones y rateros viven en simbiosis con la humanidad.
L. Castro Franco (Madrid) me corrige: “Coche no es estrictamente un galicismo, aunque puede que el término nos haya llegado del francés. La palabra es húngara, según algunos diccionarios, o turca, según otros, y estaba en el español desde muy antiguo, al menos desde que los coches eran de caballos. Yo pienso más bien que carro es una traducción-copia del inglés car”. Empiezo por el final. Carro procede del latín carrus, un vehículo que durante siglos transportó mercancías y personas. Tanto el español carro como el inglés car proceden del latín, que seguramente toma prestado carrus de los celtas. Es evidente el sentido onomatopéyico de carr. Corominas dice que coche entra en el español en el siglo XV. Sostiene un doble origen, el húngaro kocsi o el eslovaco kochi. Puede que también tenga un pasado onomatopéyico. Sea cual sea su origen, la palabra coche se introduce con ligeras variantes en casi todos los idiomas europeos.
Alejandro Arana (Barcelona) me pide que le aclare lo de cataláunico. Es el adjetivo que han dado a los fósiles de un simio que han descubierto en Hostalet de Pierola (Barcelona): Pierolapithecus calaunicus. Desde luego, cataláunico, en español, se refiere a la antigua ciudad Catalaunia, que es hoy Châlons sur Marne (Francia). Es famosa porque en ese lugar fue derrotado Atila. La voz latina Catalaunia se reservó para un amplio territorio que hoy comprendería Cataluña y el Rosellón. Quizá sea una síntesis de algunos nombres que se daban a las comarcas tribales previas a la conquista romana: Layetannia (tierras de los layos), Castellania (tierra de los castillos). En un sentido cultista bien se puede decir que lo catalán prerromano es “cataláunico”.
Francisco Cano tiene una curiosidad sanísima, la del origen y parentesco de algunos topónimos atlánticos asociados con gal: Portugal, Galicia, Gales, Galia. Don Francisco avanza una interpretación: “Mi idea es la de que algunos navegantes, procedentes posiblemente del Atlántico, dieron ese nombre (gal) a las zonas donde llegaban”. La cuestión está en saber por qué convenían en la voz gal. Para mí la clave está en el gallo (gallus en latín) no en la leche (gala en griego). La última raíz explica quizá el nombre de Galacia, una comarca de Asia Menor (la región de Ankara). Eran tierras de los “galactófagos”, los aficionados a la leche agria o yogur. Puede que Galilea tuviera que ver también con ese origen.