Dice en algún sitio Gil-Robles que el prestigio de la democracia ha llegado a tal nivel que incluso sus enemigos se presentan como demócratas. Así se habla de democracia popular, democracia orgánica, democracia nacional-socialista, etc. El punto central de todas ellas consiste en su oposición a la democracia liberal, la basada en las libertades públicas y que funciona por medio de partidos (aunque no exclusivamente).
En realidad, la democracia, tomada literalmente, no existe, ni siquiera existió en la Atenas clásica, donde sólo una minoría de los ciudadanos libres asistía a las asambleas. El pueblo nunca opera como un todo conjuntado, salvo en ocasiones muy críticas, y ni siquiera. Tampoco tiene sentido que la mayoría mande sobre la minoría. En realidad en todos los regímenes manda una sola persona rodeada de un pequeño grupo, el gobierno. Ni siquiera los partidos caracterizan a la democracia de modo esencial. Los partidos existen siempre, aunque en otros regímenes aparecen como camarillas que intrigan o presionan oscuramente en torno al poder. Ni la caracterizan las votaciones, pues muchas dictaduras se han apoyado en votaciones de tipo plebiscitario. Lo que diferencia a la democracia de otros regímenes es el carácter limitado y controlado del poder, tanto en sentido temporal como esencial, y ello sólo puede conseguirse mediante las libertades públicas y las instituciones derivadas de ellas. Éstas son una aportación básica del liberalismo, y por tanto no parece posible una democracia no liberal. Cualquier pretendida democracia ajena a las libertades públicas constituye o degenera rápidamente en tiranía de alguna clase.
Se suele acusar a la democracia de poner al mismo nivel el voto de una persona de gran valía intelectual que de un semianalfabeto, de un arquitecto que de un barrendero. La experiencia ha demostrado, sin embargo, que en materia política la proporción de necios, de corruptos o de tiranuelos no es menor entre los ilustrados que entre los iletrados. Es más, los necios iletrados se guían generalmente por los necios ilustrados. Y nadie aceptaría hoy que los intereses generales fueran decididos, sin más, por una minoría de personas supuestamente sabias y clarividentes. La experiencia también prueba que esas minorías se vuelven pronto tiránicas y corrompidas en ausencia de control público y de competencia de otras minorías, es decir, de otros partidos. Además, la naturaleza humana está sometida de modo inevitable al riesgo, a un elemento de incertidumbre, y la democracia tiene sobre otros regímenes la posibilidad de la rectificación, mientras persistan las libertades y las reglas derivadas de ellas.
En fin, la democracia permite, como ha señalado Popper, la alternancia en el poder sin violencia. Otros regímenes, por su carácter cerrado y por la falta de control sobre la minoría rectora, excluyen la posibilidad de cambio sin recurrir al derrocamiento, por lo común violento. Una excepción en la historia reciente de España, y creo que del mundo, ha sido el franquismo, que por propia iniciativa y sin haber sido vencido, optó por la vía democrática para integrar al conjunto de los españoles y superar definitivamente las secuelas de la guerra civil, lo que no parece haber logrado del todo. Pero se trata de una excepción, insisto.
También se critica a la democracia liberal por poner en el mismo plano la verdad y la falsedad. Nada más erróneo. La democracia parte de la idea de que la verdad nunca es poseída completamente ni por tiempo indefinido por una persona o un grupo; de que intereses contrarios son, si se respetan ciertas normas, conciliables sin necesidad de llegar a la violencia; y de que quienes creen tener la verdad –es decir, prácticamente todo el mundo– necesitan demostrarlo y no simplemente erigirse dogmáticamente en poseedores de ella. Una de las grandes virtudes de la democracia consiste en esa tensión y esfuerzo por aproximarse a la verdad y sostenerla.