No es necesario un doctorado en historia contemporánea para entrever cómo muchas de las grandes catástrofes del último siglo se han alimentado de anticatolicismo. No aludo al debate de las ideas sino a los ataques premeditados a sectores de población a causa de su fe. Hay una pátina anticlerical más o menos inocua; hay bromas enraizadas en la cultura (en su acepción antropológica); hay declaraciones de descreimiento para sugerir una distancia intelectual en medios donde se da por más leído al ateo o agnóstico que al creyente, cuando tan a menudo salta a la vista lo contrario. No aludo a ninguna de estas cosas.
En el país de la Semana Trágica, la quema de conventos y el asesinato masivo de religiosos subsisten fantasmas que, confieso, se me escapan ya a estas alturas. Allá cada cuál con sus pátinas e inseguridades, pero hay un límite en la deliberada voluntad de herir a los creyentes en su fe. Y algo de eso está azuzando, de nuevo, la izquierda gobernante. Una voluntad dañina vuelve a latir en quienes esconden su preocupante inoperancia tras un racimo de medidas dirigidas a reordenar la vida privada de los ciudadanos. Por cálculo político se usa peligrosamente el anticatolicismo como aglutinador de opciones hasta hace poco dispersas. Median también las fantasías de gobernantes (y estrictas gobernantas) de dudoso bagaje. El efectismo les pone a menudo en el ridículo estético: la imagen del concejal besando al ministro no glosará la emancipación social sino la historia del kitsch.