Lo mejor de Maragall es cuando se calla, lo que sucede pocas veces. Lo peor es el tonillo que se gasta, un deje entre cansado y burlón de garganta perezosa que alarga levemente la última sílaba de cada frase con el resultado habitual de humillar al interlocutor. No sé hasta qué punto perciben en su voz y en su prosodia los no barceloneses la riqueza de matices: la distancia calculada, la autocomplacencia, la mofa, el paternalismo. Escuchar, y aun oír, a Maragall le deja a uno con la sensación de haber sido víctima de un abuso. Su supuesto conmilitón Rodríguez Ibarra, reacio a admitir que un presidente autonómico extremeño es menos que un presidente autonómico catalán, denuncia de algún modo ese abuso cuando se refiere al discurso “violento” del nieto del poeta.
La violencia está en el retintín, y aunque es fácil refutar la acusación, no es posible negar la sensación. El president nunca habla para su interlocutor sino para un tercero ausente, apela a una inteligencia de la realidad fuera del alcance de los no iniciados. Busca, a veces en sentido estricto, la complicidad de alguien indeterminado que, no estando delante, acaso esté detrás. Un ser vaporoso y plural que lo apuntala, quizá el cuerpo místico de la nación catalana, que trasciende a todos los catalanes de carne y hueso con la excepción de su hermano, que habla igual que él y que no gobierna menos.
En el tono ronco, precipitado y perdonavidas, en las sílabas que se come y en las irritantes inflexiones late la urgencia de un destino autoasignado que pasa por encima de todo. Por eso se permite la sinceridad –nada ata al elegido– y afirma a menudo cosas que parecen perjudicarle, como en el asunto del Carmelo. Está exento de cualquier obligación, es un paraíso fiscal unipersonal de la responsabilidad política. Aprovecha el fruto de una fenomenal equivocación: el supuesto agradecimiento que le deben los otros catalanes.