Juan Pablo II ha sido uno de los papas más importantes de la Historia, sin la menor duda. Pero ha sido también uno de los políticos más importantes del siglo XX. Con Ronald Reagan y Margaret Thatcher consiguió frenar la decadencia terrible de Occidente, que caminaba con el silencio de los corderos hacia las fauces del imperio soviético, e invertir la tendencia de una forma radical. Los que no vivieron los años ochenta nunca podrán hacerse una idea de lo difícil que era romper con un paradigma arrollador que en la economía, la política y la religión suponía la permanente y aplastante legitimación intelectual del socialismo; o lo que es lo mismo, la deslegitimación de la Libertad. Los cuatro primeros años de aquella década fueron una titánica empresa de reanimación, en algunos aspectos de auténtica resurrección, de los grandes valores occidentales, frente a un totalitarismo que no estaba dispuesto a renunciar a su presa. No por casualidad, esos tres grandes líderes occidentales de finales del siglo XX sufrieron atentados gravísimos. Y el más terrible de todos fue el del Papa. Si la URSS no hubiera fallado en su designio criminal, es difícil saber qué mundo tendríamos hoy, pero seguro que no era mejor que el actual. Menos libre, sin duda. Sólo por eso, pues, los liberales de todo el mundo, creyentes o no, estamos de luto por el hombre que ha sabido morir como vivió: dando ejemplo.
Esas tres figuras gigantescas, que realmente acabaron con el imperio criminal más terrorífico de la Historia, fueron después difuminándose, bien por dejar sus cargos, bien porque ya habían logrado cambiar el mundo al hundirse el Muro, arrastrando a la URSS, y encauzaron su energía en otras direcciones o hacia otros ámbitos. Pero a los más jóvenes les resultará difícil entender el grado de intensidad de su compromiso con una causa casi perdida y cómo consiguieron galvanizar a toda una generación occidental, que es la nuestra. Fueron tres líderes muy distintos pero complementarios. Si desde el punto de vista intelectual fue Thatcher la que más abiertamente desafió el dogma socialista en todos los ámbitos, sólo la extraordinaria tenacidad política de un americano optimista y de principios como Ronald Reagan pudo lograr una reconstrucción económica y militar de Occidente tan gigantesca que, cuando la URSS quiso emularla, se colapsó. Sin embargo, el que quizás partía en peor situación, el que tenía la casa más revuelta, era el Papa polaco, Karol Wojtyla, que no sólo quería y debía hacer frente al totalitarismo soviético que ocupaba su patria y toda la Europa del Este, sino que además tenía dentro de su propia Iglesia un caballo de Troya descaradamente comunista, abiertamente totalitario y prosoviético: la Teología de la Liberación.