España es, según su Constitución, una Monarquía parlamentaria. Esto, en la práctica significa que el rey goza de una cierta autonomía siempre y cuando no se manifieste ni de palabra ni en sus actos contra la expresión de la soberanía popular y que, en contrapartida a ver disminuida su libertad de acción, el gobierno de turno ampara sus acciones. Ahora bien, no ser responsable no significa ser prisionero del Gobierno.
Es comprensible que, por ejemplo, el actual monarca, deseara preservar su nivel de interlocución directa con los gobernantes norteamericanos en una etapa en la que el gobierno español de Rodríguez Zapatero tensaba las relaciones bilaterales hasta el punto de arriesgar romperlas por completo. El jefe del estado español haría bien en intentar preservar sus contactos. Y, de hecho, cuando el rey Juan Carlos hizo sus gestiones para ver a George W. Bush, el gobierno español dudó mucho sobre si esa gestión era la apropiada. Hasta que se convenció de que el contacto directo podía ser presentado e instrumentado como un acto de intermediación política. El rey y la reina fueron alegremente despachados al rancho de Crawford en señal de buena voluntad. Todo el mundo vio la burda maniobra gubernamental y se compadeció de la situación.
Ahora vuelve a darse algo parecido con motivo de los funerales por el Papa Juan Pablo Segundo. Resulta indigno que un dirigente que ampara y alimenta la confrontación con la Iglesia y el mundo católico en un país mayoritariamente católico, como es Rodríguez Zapatero, se apunte de inmediato a una bonita foto personal, él, junto a líderes mundiales con los que apenas tiene contactos, en el Vaticano. Lo que no se puede comprender es que todavía la Casa Real manifieste sus dudas sobre quién debe ser su representante en esta trágica ceremonia.
Hay dos hipótesis para explicar el retraso real: la primera, que el actual gobierno socialista no quiera que nadie le haga sombra a su presencia y que esté intentado persuadir a los reyes para que envíen una delegación real de menor entidad sus personas. Una actitud mezquina pero nada sorprendente habida cuenta del nivel den la política en España; la segunda, que su majestad haya olvidado por un momento que reina para todos los españoles y que su deber es representar a España en una ceremonia desprovista de carácter político y en la que muchos españoles tienen puestos sus ojos. Querer compensar su ausencia en el funeral por asistir a la presentación del suceso de Juan Pablo II, no se sostiene.