Justo antes de extraviarse definitivamente en el delirio por los callejones de Lisboa, Fernando Pessoa escribe: “Pertenezco a una generación que ha dejado de ser católica por el mismo motivo que lo fue la de sus padres: sin saber por qué”. Hijos al fin de esa generación a la deriva y huérfanos del mundo de las certezas que no nos ha sido dado habitar, habríamos de ser precisamente nosotros los llamados a sentir como nadie el vacío infinito que hoy nos deja la muerte de ese hombre, Karol Wojtyla, sólo un hombre.
Únicamente los peces muertos nadan a favor de la corriente, nos advirtieron. Y nadie como ese hombre, ese simple hombre, nos demostraría ser capaz de enfrentarse con tanta fuerza al espíritu vacuo del tiempo que nos había tocado vivir. Por eso aprendimos a respetarlo en vida; y por eso, nuestro desconsuelo agnóstico tampoco peca de hipócrita ahora, en el instante del adiós. Porque éramos nosotros, justamente nosotros, los hijos súper protegidos y mimados de esta Europa desahuciada, carcomida por la peor enfermedad que haya existido jamás –la del miedo–, los que más necesitábamos escuchar ese mensaje tan suyo que queríamos hacer nuestro: “No tengáis miedo”.
He ahí la razón última de que lo odiaran tanto, de que, durante 23 años, se esforzaran por desbordar en su persona la inquina cristófoba de Alfred Rosemberg, aquel ideólogo de Hitler obsesionado con el legado de Pablo de Tarso. Y es que, en el fondo, lo que se les antojaba intolerable de su figura no era su doctrina moral, ni su visión teológica, ni tampoco la personal cosmovisión que proyectó en su pontificado. No, lo repudiaron, lo combatieron y lo estigmatizaron por eso, por ser un hombre, un simple hombre, que no tenía miedo. Porque intuían –y no se equivocaban– que un hombre que no se deja gobernar por el temor jamás concede comerciar con su conciencia. Y la de Juan Pablo II era la conciencia moral, viva, humana y sangrante del siglo más infame de la Historia.