Cuando se asomaba por la ventana de su casa en Wadowice, el pequeño Loleck contemplaba el viejo reloj de sol con su misteriosa inscripción: “el tiempo huye, la eternidad aguarda”. El tiempo ancho y denso de su vida en la tierra, ha concluido, y la Eternidad abraza ya a Juan Pablo II. Ahora me doy cuenta de cuán verdaderas son las palabras que pronunció al volver a su pueblo natal y recordar las imágenes familiares de su infancia: el tiempo huye, sí, pero hay una crónica del corazón que no se desvanece.
Ésa es la única crónica que hoy, entre lágrimas, deseo escribir: la del camino que él nos ha ayudado a recorrer con el testimonio de su vida, con su palabra y con sus gestos. Porque desde aquella primera aparición en la logia de San Pedro nos hizo ver que cristianismo significa vida, significa razón y libertad, gusto por construir, amor al hombre y al mundo. Y significa todo eso porque el cristianismo es la irrupción de lo divino en la carne, es Jesús resucitado que sigue presente en la historia.
Desde aquella casa de Wadowice, la providencia de Dios se encargó de preparar al hombre que la Iglesia necesitaba para esta hora crucial. Lo forjó en la buena tierra del catolicismo polaco (tan estúpidamente despreciado en algunos círculos ilustrados), lo modeló en la dura experiencia de las ideologías totalitarias pero también al calor de la solidaridad de los hombres del trabajo, y lo alimentó en la fuente del mejor pensamiento cristiano. Toda su experiencia era ajena a los complejos que han atenazado durante casi dos siglos a los católicos del occidente europeo, y por eso era el hombre providencial para guiar a la Iglesia en el tramo final del siglo XX.
¡Qué paradoja! El hombre venido del Este ha sido el instrumento para recuperar nuestra conciencia de que el cristianismo sí es moderno, que tiene carta de ciudadanía para navegar en el mundo de Internet, que sí puede responder a los desafíos que plantea la cultura nacida de la ilustración. Más aún, que seguramente es la única esperanza que le queda a esa cultura, para sanar sus heridas y evitar que se precipite en el vacío. Sí, verdaderamente ¡qué paradoja!: en su último libro “Memoria e Identidad”, el Papa tiende su mano a la orgullosa Ilustración europea. Y es que el polaco sentado en la silla de Pedro conocía mejor el corazón del hombre que los siquiatras y los sociólogos, y ese corazón tantas veces frustrado y dolorido, recobraba su latido ante ese torrente de vida.
Todo esto lo hemos visto alegremente realizado en la figura de Juan Pablo II. Viéndole, hemos reconocido, sorprendidos, que existía una nueva posibilidad: que no era cierta la alternativa entre la asimilación y el encastillamiento. Esa posibilidad se llama testimonio, y él nos ha mostrado que tiene una belleza incomparable. ¿Cuál ha sido su secreto? Sólo tiene un nombre, el único nombre que Juan Pablo II ha querido decirnos en este cuarto de siglo: Jesús. Bien lo entendió Santa Catalina de Siena cuando definió al Papa como “el dulce Cristo en la tierra”. Habrá oídos (también católicos, ¡qué le vamos a hacer!) a los que esto les resultará inconveniente y excesivo, pero a mí me parece hoy de una claridad meridiana. La Eternidad ya le abraza.