Qué cierto es que cuando uno se marcha abre la reflexión, al que se queda, de lo mucho que quedó por decir. Cómo me gustaría ser capaz de salvar esa deficiencia, de la que sólo yo soy responsable. Las oportunidades para ello, en los diferentes medios escritos y hablados, han sido múltiples; el recuerdo y la voluntad han estado siempre presentes. ¿Habrá sido la pereza la causa del silencio? Sería, sin duda, la peor alternativa. Quizá un falso sentido de mediocridad personal y la convicción de que mi voz no conseguiría resonar en parte alguna, han podido ser la causa de la irresponsable omisión.
Por eso, hoy, cuando ya estáis en la Casa del Padre, fin último al que siempre dirigisteis vuestra vida, quiero preguntarme y afirmarme en aquello que siempre sentí en mi más profunda interioridad. Me enseñasteis a ver en vosotros la representación más viva y real del mandato del Maestro: "Id y enseñad a las gentes". Habéis sido el adalid de la predicación de la Verdad que con tanta fuerza habéis vivido y transmitido. Es esa fuerza la que os ha permitido, para el bien de la humanidad, ir y venir sin descanso, de un extremo al otro, como intentando que nadie quedara privado de vuestra palabra dicha, de vuestros gestos, de vuestras miradas, de vuestra interpelación.
He visto cómo el agnosticismo se doblegaba y empequeñecía ante vuestra acción evangelizadora. La defensa de lo erróneo por algunos, se vaciaba a sí misma ante el esplendor de la verdad que mostrabais con vuestra vida y vuestra predicación a todo el orbe. Vuestras llamadas, eran prontamente atendidas: jóvenes y adultos, familias del mundo entero, profesores e intelectuales, trabajadores, obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, institutos de vida consagrada, laicos comprometidos en misiones apostólicas, movimientos carismáticos, los que sufren el dolor de la enfermedad –dolor, que tan intensamente habéis experimentado–, los cautivos, también aquellos que sus sistemas políticos les niegan el derecho a la libertad, expresión esencial de la condición humana, etc. todos han estado siempre en vuestro corazón.
¿Alguien quedó fuera en aquella convocatoria jubilar del año 2000? Y, entre nosotros, siempre la misma cuestión: ¿Cómo puede el Papa mantener este ritmo de actividad, en un mundo en el que el objetivo más generalizado es el descanso y la ausencia de esfuerzo? La respuesta solo podía ser una: vuestra fe y vuestro compromiso en la Iglesia de Cristo, como sucesor de Pedro. Vuestras palabras constituían en todo momento el referente de la Verdad y el empeño de la Iglesia en su defensa. La Iglesia de Cristo, edificada sobre Pedro, y transmitida a través de sus sucesores, de los que habéis sido elocuente exponente, no puede ser objeto de transacción, de consenso o de terceras vías para una teórica mayor aceptación. Habéis defendido con Magisterio indubitado un ecumenismo esperanzador, enraizado en la fidelidad a la voluntad del Señor: “edificabo ecclesiam meam”.
Saber que estabais sirviendo a la misión propia del Vicario de Cristo, os hacía indeleble ante los poderosos, ante los mandatarios de Estados y Naciones, muy en especial ante aquellos cuyas políticas venían a socavar los derechos humanos de la población, ante los cuales, vuestra denuncia era nítida y comprometedora. A su vez, en un amalgama sin contradicción, mostrabais vuestra comprensión y tolerancia, vuestra paternal misericordia con los humildes, con los pobres, con los menesterosos, con los perseguidos, con los necesitados, con los enfermos, con los impedidos, con los ancianos y moribundos, sirviéndoles de consuelo y de fortaleza en sus necesidades.
En todo momento y para todos, aún para los que no lo querían, habéis sido la lámpara que transmitía luz para caminar por los senderos de la vida. Todo vuestro ser lo habéis puesto al servicio de vuestro Ministerio. Vuestra desbordante vitalidad en unos tiempos y vuestra fragilidad de vida en otros ha sido una muestra de apostolado en el empeño de la Nueva Evangelización. Encíclicas, Cartas Apostólicas, Exhortaciones, Constituciones, Homilías, vuestras apariciones públicas –siempre con diálogo fructífero–, vuestros gestos –tanto los de transmisión de afecto como los de dolor– han constituido una verdadera pedagogía del amor a Cristo y del amor a su Iglesia.
Aún cuando recientemente os resultaba difícil y doloroso dejar oír vuestra voz, vuestra mirada y la acción de vuestras manos, también esa izquierda que parecía resistirse, era más elocuente que el mayor torrente de locuacidad al que muchos nos tienen acostumbrados. Que no necesitabais de la dicción para abundar en elocuencia, ha sido algo que he guardado en mi corazón desde aquella primera audiencia en vuestro estudio, de la que fui privilegiado por vuestra concesión, en un día treinta de abril del año mil novecientos ochenta y uno.
No por mérito personal alguno –nunca lo habría podido tener– sino como Presidente de las Semanas Sociales de España, y respetando la tradición, acudí acompañado por el Obispo Consiliario de las Semanas y por el Secretario de la Junta Nacional, a solicitaros formalmente doctrina específica para la celebración que, a escasos meses, iba a tener lugar en la diócesis de Badajoz. Jamás he tenido preparada ninguna intervención como la que pretendía exponeros aquel día. Cuando se abrió aquella doble puerta, tapizada en color gris, y aparecisteis como Vicario de Cristo, mi mente se cubrió como de un velo blanco incapacitándome para pronunciar una sola palabra de aquellas que tan bien llevaba aprendidas. Escaso era vuestro español en aquellos momentos, pero tampoco lo necesitabais. Vuestro abrazo de padre a hijo transmitió el afecto y la serenidad que necesitaba en aquellos momentos. Comprendí, desde entonces, que la palabra es sólo uno de los instrumentos para la comunicación y, aunque importante, quizá no el más importante.
Ese momento no podría quedar desplazado por otras tantas veces en el mismo escenario y ha cobrado importancia capital en cuantas ocasiones he tenido la fortuna de encontraros en aquel estudio, en la Sala Clementina, en la Basílica o en la plaza de San Pedro o en vuestras vivitas a España. Hoy, cuando he visto vuestro cuerpo inerte en ese preciso espacio en el que situabais vuestro trono para dirigirnos la palabra y el saludo, en el incomparable marco marmóreo de belleza sin igual, todas aquellas experiencias que se iniciaron en el año ochenta y uno, han conmovido mi corazón, dando gracias a Dios por haberme permitido conocer vuestro Pontificado, conocer y seguir la riqueza de vuestra doctrina, que es la de Cristo, pero para un mundo que se disponía a concluir el siglo XX y a iniciar el XXI, con los problemas específicos de estos momentos.
A Él le pido que os acoja en Su seno, que os incorpore a sus elegidos y, desde esa seguridad, para que, desde la Gloria del Padre, intercedáis ante Él para que, como vosotros, los que nos hemos quedado momentáneamente aquí sigamos sus mandatos.