¿Es Francia el país al que yo llegué por primera a inicios de los años ochenta, y por segunda vez a mediados de los noventa? Innegablemente no lo es. Tampoco el mundo es el mismo, lo sé. Mientras que el progreso tecnológico resulta evidente, la decadencia humana, espiritual, cultural y social, es alarmante. Una cosa tendrá que ver con la otra, pero ese es otro tema.
Aterrada observo que el mundo se pierde entre peligrosas obsesiones, las religiosas forman parte de ellas, y nos agrede un cada vez más empobrecido y cobarde lenguaje político donde está más presente la creencia ciega en lo rutinario morboso que la fe visionaria, lírica y científica, en un futuro abierto y libre.
Vivimos en un perenne estado de corrección política, de acechos colectivos, de encadenamiento del lenguaje, de parcialización del pensamiento. El islamo-marxismo acultural inunda solapadamente los medios de comunicación y la vida cotidiana, que vuelve a ser, en mi caso, la nada cotidiana. Un espantoso vacío en el que reconozco al totalitarismo más letal.
Como cualquier persona en Francia, y en Europa, estoy al tanto de los acontecimientos ocurridos alrededor de Mila, la adolescente a la que han querido eliminar por el mero hecho de haber ido más allá de una normal sinceridad. ¿Sería anormal irse más allá de algo? Al parecer sí. Y cuyo linchamiento verbal con amenazas de muerte incluidas ha sido considerado y mal situado al mismo nivel que su rebeldía adolescente. Vamos mal, lo digo desde hace rato. La sinceridad tampoco vale. Vale la hipocresía. Estamos formando individuos cada vez más hipócritas, huidizos y mediocres. Conozco bien esos tenores de comportamiento, propios de regímenes absolutistas.
Una religión que teme a la crítica y a la blasfemia no es una religión confiable, resulta un amenazante dogma de adoctrinamiento.
Un adolescente debe tener todo el derecho a atreverse y blasfemar. Si no se blasfema a esa edad, si no hay atrevimiento, pues entonces ¿cuándo? ¿Existiría Arthur Rimbaud sin la blasfemia y sin el atrevimiento? Cualquier persona debiera tener derecho a la blasfemia contra cualquier religión, culto, política, incluso persona. ¿Qué sería entonces de aquellos ataques subidos de tono entre Francisco de Quevedo y Luis de Góngora? ¿Qué sería de la literatura, del arte, en fin, de la vida? ¿Hacia qué mundo de acorralamientos y miedos absurdos nos dirigimos?
Por otro lado, no puedo entender, yo feminista convencida, que los movimientos feministas actuales callen ante la situación que vive Mila hoy. Y no solo ella: todas las muchachas que al igual que Mila acallan sus pensamientos y sensaciones mediante la imposición de la obediencia servil y del dedo acusador de los que dictan qué es blasfemia y qué o quién no puede ser blasfemado.
No consigo comprender que estos movimientos feministas se subleven frente a otros casos supuestamente desde sus puntos de vista más espectaculares –como ahora mismo contra las doce nominaciones de Roman Polanski para los premios César– y retrocedan a las cavernas cuando una adolescente es atacada de manera perniciosa en su más honda vulnerabilidad, la de la existencia misma, humana y de entidad.
¿O tendremos que recurrir a aquel triste final de la novela de Guillermo Cabrera Infante, Tres Tristes Tigres, con su inconsolable "Ya no se puede más"? Pues eso, ya no se puede más.