Lo de la compra del diario The Washington Post por el dueño de Amazon, sea cubano o de otra nacionalidad, salvará sin duda alguna la institución, el nombre, la marca, pero como podrán suponer no salvará al periodismo; el periodismo no será lo que era antes nunca más, como no lo será tampoco la literatura desde que Amazon compitiera deslealmente con las librerías y con los libros y sus autores. The Washington Post dejará de ser un periódico para convertirse en un blog de lujo redactado por cualquiera desde su Twitter –como advierte un amigo mío-, otro blog más, ojalá que no, pero no lo veo de otra forma, y no soy la única.
Al respecto, y es como mejor he podido entender el fenómeno, me acabo de leer un libro coescrito por Jean-François Fogel y Bruno Patino que se titula La condición numérica, jugando con el título La condición humana, de André Malraux; los mismos autores coescribieron otro libro titulado La prensa sin Gutenberg. En ambos libros los autores se muestran optimistas pese al desastre que anuncian y que ya está sucediendo. Es cierto que la humanidad siempre ha renacido invicta de los peores desastres, porque sólo se moviliza cuando el advenimiento ya no puede detenerse, cuando ya es irreversible.
La cosa va de lo siguiente: la noticia la posee ya cualquiera y la puede dar a su libre albedrío, y no precisamente contará el análisis de los periodistas, a los cuales, como a los libreros, se les considera ya obsoletos. No es una sociedad de pensamiento y análisis en la que vivimos, es una sociedad de sucesos efectistas, sin razonamiento, que derivarán en consecuencias profundas, en experiencias que enriquecerían la mente humana sensiblemente. Lo sensible, la poesía, no cuentan, lo que cuenta es lo numérico. Somos números, sin alma, y dentro de poco sin ideas. En cualquier momento eliminarán la carrera de Periodismo de las facultades universitarias, así como ya están eliminando algunas de Humanidades, las que tienen que ver con la crítica literaria, por ejemplo.
Respeto profundamente a la prensa, a la profesión –como siempre se le ha llamado– y a los periodistas, así como a los libreros, a los que considero los médicos del espíritu. Aunque es cierto que muchos de ellos se dedicaron más a querer sanar con ideología y a vender más a la izquierda que al pensamiento libre, tal como me recuerda una amiga; con todo y eso eran un elemento importante, imprescindible en la sociedad. Cada vez que una librería desaparece en París, es una herida sin posible cicatrización de ningún tipo que se le abre a esta ciudad, cuya marca de identidad, entre otras, y casi al mismo nivel que su cocina y sus museos y monumentos, son las librerías.
Algunos libreros eran dueños de pequeñas empresas, incluso familiares, que no le hacían daño a nadie, todo lo contrario; empresas que sus hijos heredaban contentos, porque constituían además instituciones de prestigio, ligadas con la cultura, con el saber, con el conocimiento. Cuando cierra una librería en París, en su lugar invariablemente abre un chino vendedor de ropa baratucha o un Zara, Mango, H&M, o cualquiera de esas marcas que nos visten a todos por igual, que nos uniforman. Lamentable y obsceno.
Amazon no es el único que tiene la culpa del cierre de muchas librerías, pero ha contribuido muchísimo a ello. Además, con todo ese poder, no ha reinventado nada para salvarle la vida, porque de eso se trata, a los libreros y a sus familiares, gente que se ha ido a la quiebra y directamente a la pobreza.
No estoy convencida de que Jeff Bezos, que como un niño con un juguete dice ahora que reinventará The Washington Post, sea capaz de hacerlo salvaguardando los mejores valores tradicionales, ni creo que respete a pie juntillas los puestos de todos los profesionales, al contrario, los licenciará probablemente, ojalá no sea sin piedad, les pagará, claro, quizá unos quilos comparado con los millones que atesora, los pondrá en la calle, y hará un periodismo ciudadano, del rápido y pésimo, del que no se paga, o a través del que sólo cobran las estrellas inventadas al vuelo efímero de la fama.
No me quedan ya muchas esperanzas acerca del futuro de la prensa tal como la conocimos, es probable que tampoco a ustedes. Debiéramos movilizar sin embargo aunque sea algo dentro de nosotros, para que alguna cosa más o menos equilibrada quede en pie y no sea reemplazada por el aburrido mundo de los muy ricos o el solitario y triste de los muy pobres, por el amplio y trágico distanciamiento entre de los millonarios y los indigentes. No quiero ese mundo indigente o arrogante para mi hija, no puedo soportar esa idea.
Que Jeff Bezos sea hijo de cubano, de un Peter Pan, resulta muy halagador para el exilio, aunque no ignoramos que con el éxito y el poder los cubanos no han llegado más lejos que su ambición y enriquecimiento propios; no es totalmente injusto, eso al fin y al cabo es el capitalismo, y lo reconozco, aunque no lo aplaudo del todo. Porque la mayor prueba del triunfo del capitalismo actual, del salvaje, sean los hijos de los Castro, campeones de golf, presidentes de ONG (qué desprestigio tan grande para las ONG), managers deportivos, informáticos millonarios. Tan podridos en plata como el mejor de los capitalistas, bañados en oro como el peor de los reyes, y todos riéndose y burlándose del pueblo, cada día más pobre.
Atención, no estoy comparando, desde luego que no, al triunfador Jeff Bezos con los hijos de los tiranos. Sólo estoy diciendo que el mundo es cada vez más horrendo y uniforme, aun cuando los orígenes sean diferentes, incluso cuando nos separen valores tan grandes como la libertad y la democracia. Amazon tiene eso, es libre y democrático, cada cual escoge el libro que quiere, y no el que le imponga nadie con su ideología o religión; lo que no le da, por supuesto, ningún derecho a la ceguera humana frente a, por ejemplo, los verdaderos escritores. Quienes en cualquier momento desaparecerán también.
Pero, volviendo a la proposición que les hice, no sé si esa movilización interior tenga siquiera ya algún sentido, porque cuando la gente está ciega, mejor dejar que se dé con el canto de la puerta y regrese con el chichón en la cabeza reconociendo cuánta razón nos asistía. Tal vez cuando eso ocurra sea ya demasiado tarde.