No pienso nombrarla, no deseo darle publicidad a semejante desalmada. Estoy segura de que algunos de ustedes adivinarán de quién se trata al leer esta tribuna de opinión; confiando en ello, me niego a mencionar su ya tan manoseado apelativo, por no extenderlo a su cuerpo, lo de manoseado. Es una mujer, sí, que no mereciera tal honor. Es o fue una política, estuvo secuestrada (a estas alturas tengo mis dudas) por los narcoguerrilleros de las FARC durante años, e incluso así recién ha declarado que apoya a Gustavo Petro en la segunda vuelta de las elecciones en Colombia, y todos sabemos quién es este Petro, no hay que dibujarlo en un papel para reconocer la infamia del individuo.
Cuando el mundo entero salió a las calles exigiendo su liberación, yo también me sumé. Conocí a su exesposo, lo vi padecer por ella, doblemente, debido al secuestro, y después a causa del abandono y del desprecio del que fue objeto. Nadie entendía su proceder una vez liberada, o al menos una buena parte de los que conocimos y hasta creíamos que entendíamos el extraño enigma, que no es ya más extraño, es sencillamente falso.
Ganó sumas increíbles de dinero gracias a su secuestro –las sigue ganando, me dicen–; sospechan que manipuló a su primer esposo, padre de sus hijos, y suponen que también a sus hijos, y a su propia madre. Pero a ella no le importaba nada, ella tenía un solo objetivo: constituirse en la imagen serena de la secuestrada bien tratada por los criminales de las FARC, y quién sabe si más.
Hoy su declaración, la que sinceramente esperaba, subrayó mi certeza: no es una ficha más, es uno de ellos, ambiciosa como siempre ha sido, de poder y notoriedad. La fama la carcome. Le dio una pataleta cuando no le entregaron el Premio Nobel de la Paz tan prometido. Pues ya se veía con él en las manos en medio de la selva colombiana pasándolo, cual batón de la vergüenza, a Timochenko o a cualquiera de esos miserables. Porque ella es tan miserable como ellos, o peor.
Jugó con los sentimientos del mundo entero, cómo no iba a hacerlo, ella es capaz del más abyecto de los engaños al favorecer que inclusive desaparecieran a un niño pequeño, el hijo de su ayudante, nacido en la selva producto del horror.
Me gustaría poder nombrarla, o mejor, estaría gustosa de enfrentarme a ella, cara a cara, y cantarle con la misma tranquilidad cuán revulsiva resulta a mis ojos. Preguntarle además en qué oscuro sitio de la indómita selva quedó oculta su dignidad de ser humano y su sensibilidad femenina.
Es una de las personas por las que más aversión siento. Su abominable rostro ha vuelto a resurgir, luciendo esa desabrida sonrisa que tanto asco me provoca, al estrechar la mano de un asesino. Sólo por ese gesto se debiera ahora mismo empezar un proceso inverso, el de investigar qué fue, quién fue, verdaderamente esta mujer, allá en lo más cavernoso del odio y de la maldad. Debería pagar por ello.