Cualquiera entiende que el plebiscito convocado por Santos sobre el arreglo con las FARC tiene por objeto tapar para siempre las bocas de sus críticos, y singularmente la del expresidente Uribe; y cualquiera advierte que la maniobra descansa, como ha advertido Plinio Apuleyo Mendoza, en los términos de la pregunta, redactada de tal forma que bien habrían podido ahorrarse letras y pedir a la gente que escogiera, sin más, entre una composición en la que figurase el Mahatma Gandhi abrazando a un niño y otra que representase a un campesino abatido en el suelo, sobre un charco de sangre que al correr formara la franja roja de la bandera de Colombia. Sin embargo, lo que al Gobierno le parece un instrumento estupendo para legitimar las negociaciones con el grupo terrorista es, en realidad, el reconocimiento de que el mandato de la ciudadanía está siendo descaradamente traicionado.
¿Habría tenido el Gobierno que pedir la autorización de los colombianos para derrotar a las FARC? No, y básicamente por una razón: porque él representa al Estado, que se reconoce a sí mismo como garantista y democrático, y ellas en cambio son una organización que ha actuado siempre al margen de la ley. Yo no creo que ningún ciudadano amenazado en su vida y en sus propiedades por alguna banda de peligrosos asaltantes que operase en su urbanización entendiera que la policía viniese a preguntarle si está conforme con ver a esa gente entre rejas. Pero, evidentemente, lo que está planteado aquí no es encerrar a los delincuentes, sino convertirlos en diputados.
El poder de las FARC ha lanzado sobre las instituciones colombianas, durante décadas, la deslucida imagen del Estado fallido. A partir de ahora ya no será sólo cuestión de imagen: hasta tal punto es fallido el Estado colombiano, que al poner a los ciudadanos frente a la disyuntiva del referendo viene a admitir sin ningún rubor que no tiene otra forma de aquietar a sus adversarios que entregándoles definitivamente aquellas instituciones. Su argumento, no obstante, es que vale la pena sacrificar el decoro si la población va a ver mejorada su calidad de vida. Pues bien: que esperen los colombianos a ver erigirse sobre su patria el imperio del chavismo, y entonces comprobarán que, para ellos, la calidad de vida ha sido la verdadera víctima de estos acuerdos.
Cuando uno estudia la debilidad del Estado en América Latina y la aparente invencibilidad de los grupos violentos y delictivos que usurpan amplias parcelas de poder, la variable más problemática y determinante es siempre la corrupción. Y, si hubiera que descomponer ésta en sus elementos constitutivos, resulta imposible obviar dos factores capitales: la miseria ética, por una parte, y la impunidad, por la otra. Pues bien: Colombia pretende hoy resolver su ancestral impotencia para hacer valer la ley con un ejercicio que asocia la democracia participativa a la sanción de una inmoralidad y a hacer la vista gorda ante el más completo catálogo de crímenes. Magnífica estrategia.