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Xavier Reyes Matheus

La Hispanidad a Europa

Está en manos de España hacer de Europa la plataforma definitiva para la convergencia de lo español y lo hispanoamericano en una misma institución política.

Está en manos de España hacer de Europa la plataforma definitiva para la convergencia de lo español y lo hispanoamericano en una misma institución política.

Esto que diré aquí lo dije ya, hace un tiempo, en una mesa que compartía con algunos políticos, y en la que se hablaba de las relaciones de España con Hispanoamérica: "Yo quiero representar a España en el Parlamento Europeo". No era una declaración que se hubiera esperado de nadie, pero menos de alguien como yo. Por dos razones: la primera, porque aunque soy español no nací en España sino en Venezuela, y en el acento bien que se me nota; la segunda, porque ese tipo de cosas, sea de dondequiera que uno sea, no se suelen decir. En cambio, parece, habría que dedicarse a sondear no sé qué vericuetos; a calcular borgianamente cómo se hacen las listas y a qué señor hay que disponerse a servir. O mejor aún: lo que se espera de cualquier mente sensata, ahora, es que se rinda a la evidencia de que en las elecciones europeas naufragarán las bancadas de los partidos mayoritarios y, por lo tanto, los pocos sitios que hay en los botes salvavidas tienen ya los nombres asignados. Advertido de todo lo cual, entonces, antes de soltar aquella confesión que ahora hago a Uds. me pregunté si sería o no prudente abrir la boca. Y, bueno: prudente, no lo sé; pero lo cierto es que varias razones me asistían para abrirla.

La primera es que yo soy un liberal convencido, que es tanto como decir de esos que creen que las ideas liberales deben ser acción política y no doctrinas vagas con visos de utopía. Si uno es liberal, no debe ver el poder como un Valhalla encumbrado al que sólo acceden los consentidos de los dioses. El liberalismo defiende la democracia representativa no porque sea lo opuesto a la participación, sino porque es la forma de encauzarla civilizadamente; pero está claro que las instituciones están abiertas para todos los ciudadanos: legalmente, si cumplen con los requisitos jurídicos para ocuparlas, y moralmente si demuestran además los méritos y destrezas del caso, y si lo hacen por vocación de servicio público y con rectitud de intenciones.

La segunda razón que tenía yo para declarar sin tapujos mis aspiraciones es que, de mi relación con la Fundación FAES y con la Comunidad de Madrid, a propósito casi siempre de análisis y reflexiones sobre asuntos iberoamericanos –recogidos en libros, publicaciones más cortas, cursos y seminarios–, no he sacado ciertamente la impresión de una barrera infranqueable o de un cenáculo mistérico. Yo me fui presentando en cada sitio, con el único aval de mi trabajo y mi formación específica en el tema, y allí he desarrollado mi actividad americanista sin ser hijo, cuñado ni compadre de nadie. Aún más: tampoco tuve necesidad, para insertarme en esos quehaceres, de ser la cuota. Si era de origen hispanoamericano, estaba clarísimo para todo el mundo que ello sólo representaba un activo en la medida en que me permitía tener referencias más ciertas de los problemas de que trataba; pero no, desde luego, porque padeciese alguna condición disminuida por la que tuvieran que compensarme los organismos españoles. Y es que este es un rasgo favorable de la derecha de aquí: que al ser la depositaria de la tradición de la Hispanidad se opone –y debe oponerse– al racismo que, según las encuestas, tomará la cámara comunitaria por cuenta de los votantes del Frente Nacional francés; pero, al mismo tiempo, parece ser la única dispuesta a comprender que un hispanoamericano en corbata no es un ecocidio ni un crimen de eurocentrismo.

Si un hispanoamericano se sienta en el Parlamento Europeo no creo yo que deba hacerlo –como sucedería con toda probabilidad si lo sentara el Partido Socialista– en representación de ninguna minoría, sólo por dar al grupo color exótico y pluralismo de gabinete de Historia natural: muy al contrario, lo que habría de representar es el interés que le va a España en mantener el vínculo con casi 400 millones de personas que, cada vez que hablan, muestran todo el alcance geográfico y social de una cultura insoslayable. Porque, ahora que cunde el euroescepticismo y que todos ven las instituciones comunitarias como el epítome de la burocracia mundial, subsisten sólo dos razones, quizá, para contestar a la pregunta "¿Qué saca España de pertenecer a la Unión Europea?". La primera mira al desbarajuste de nuestra economía y a la férula que la obliga a disciplinarse; por ello es importante que el voto de los españoles permita que el Gobierno –no el del PP, sino el de España– mantenga una posición sólida en los foros en los que se juega la salida de la crisis (además, por supuesto, del apoyo que necesita para defender allá la integridad territorial del país). Pero la segunda, palpable desde 1986, cuando ingresamos en la órbita paneuropea, es que, al hacerlo, España salió al fin de su crónico aislamiento decidida a adquirir peso específico en el concierto de las naciones. Desde el principio se entendió perfectamente que el ascendiente español sobre el Mediterráneo y sobre Hispanoamérica era fundamental para conseguir semejante propósito, pero el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero abdicó de intentarlo y torció los pasos hacia la desaborida "Alianza de Civilizaciones", por un lado, mientras reforzaba por el otro los vínculos con los regímenes más conflictivos y eurófobos del ámbito iberoamericano.

Reparar este daño no es ya para España mero prurito patriótico, cuando hay economías en aquella orilla del Atlántico creciendo por encima del 6%, y un amplio espectro de oportunidades para las grandes empresas, las pymes y los inmigrantes españoles en la región. La anemia que han ido experimentando las Cumbres ha dejado en el aire, con cierto estupor, la pregunta por los mecanismos que serían necesarios para insuflar nueva vida a las relaciones iberoamericanas. Y lo cierto es que, como advirtieron en su momento las Cortes de Cádiz, la forma por antonomasia de incorporación al destino común es la representación parlamentaria. Estados Unidos, que ha comprendido la importancia del componente hispano en su sociedad, cuenta ya, entre senadores y representantes, con treinta y un legisladores de origen hispanoamericano –algunos tan brillantes y prometedores como el senador Marco Rubio–. España puede hacer lo propio en un contexto de mayor visibilidad geoestratégica, adelantándose a otros países y generando en la UE una contraparte para esos nuevos líderes de Norteamérica.

La próxima legislatura de la Unión Europea planteará a la política comunitaria en general, y a la española en particular, cuestiones que han de reclamar especial atención hacia América Latina: el avance de la Alianza del Pacífico; la transición cubana; la incorporación de las economías latinoamericanas a la dinámica de intercambios que genere la puesta en marcha de la Tafta; la reconfiguración regional del chavismo; el notable crecimiento de inversiones que se prevé en Brasil hasta 2016. Si es el Partido Socialista el que toma la delantera para liderar en Europa la iniciativa española frente a todo esto, los resultados pueden preverse (y perjudicarán no sólo a España, sino también a los latinoamericanos). Conviene pensar además que un eurodiputado, bajo el mandato directo de la soberanía popular, tiene un margen mayor para tratar ciertas cuestiones que el más estrecho del que dispone la diplomacia.

En muchos sentidos –y no del todo sin razón– la integración española en la Unión Europea ha sido vista allende el Atlántico como el triunfo de un proyecto rival frente a la unidad iberoamericana. Por el contrario, está en manos de España hacer de Europa la plataforma definitiva para la convergencia de lo español y lo hispanoamericano en una misma institución política.

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