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Xavier Reyes Matheus

Juramento y crucifijo en la monarquía española

La asociación de la Corona con los símbolos del catolicismo no tiene nada de ajeno ni de inoportuno: hace referencia a la constitución misma de tal Corona.

La asociación de la Corona con los símbolos del catolicismo no tiene nada de ajeno ni de inoportuno: hace referencia a la constitución misma de tal Corona.
Mariano Rajoy, jurando su cargo de jefe del Gobierno | EFE

Con la designación de los nuevos ministros vuelve a salir el tema del juramento ante el crucifijo y la laicidad del Estado. Ello, aunque dos de los nuevos cargos se acogieron a la fórmula de la simple promesa, lo cual da a entender que nadie está obligado a hacer ninguna manifestación confesional, y que resultaría improcedente, por lo tanto, sostener que la separación entre Iglesia y Estado, claramente recogida en la Constitución, no existe en España.

Sin embargo, algún artículo ha calificado la opción preferida por la mayoría del nuevo Gabinete de "ceremonia decimonónica que confunde la política con la religión". Olvidan estos juicios que con lo que aquel rito vincula la religión no es con "la política", en el sentido pragmático de las decisiones del Gobierno sobre el uso del poder y sobre la gestión pública, sino con la institución que existe, precisamente, para estar por encima de tales cosas: la Monarquía.

Pero es que la Monarquía es constitucional, y la Constitución prescribe la laicidad del Estado, se replicará. Pues vayamos por partes: lo primero es que, como se ha dicho, la laicidad del Estado queda a salvo, pues jurar ante los Evangelios no aparece como una obligación para nadie. Ahora bien: el rey de España, rey constitucional, no por la gracia de Dios, sino por decisión soberana de los españoles (que no le han votado a él, pero sí al sistema del que es cabeza; sistema que las nuevas generaciones refrendan a través del sufragio); este rey, digo, se llama Felipe VI. Y se llama Sexto porque la Constitución del 78 habrá creado el régimen constitucional de la Monarquía, estableciendo el modo de su funcionamiento, pero no ha creado la Monarquía española, que no es "decimonónica", sino mucho más antigua: es, como como señala el nombre del rey, la misma Monarquía de Felipe V y de los Felipes anteriores. Nótese que, aquél Borbón y éstos Austria, todos dan sin embargo continuidad a una entidad política que está por encima de los cambios dinásticos, pues representa la unidad de una comunidad histórica bajo una misma Corona: la de España.

Es, pues, la pervivencia de España como nación unitaria lo que hunde las raíces de la Monarquía española en el tiempo y trasciende con mucho el sistema legal fijado en 1978. En cambio, el actual rey no es Felipe IV de Navarra, pues este reino y su monarquía no existen ya. En efecto, para que España pudiese inaugurar ahora una monarquía –una que fuese enteramente de nuevo cuño– tendría que darse en nuestro tiempo alguno de los distópicos escenarios que se apuntan a continuación. El primero, que se crease, por ejemplo, una Monarquía europea, de la cual la actual España pasase a ser simplemente una provincia: entonces este país quedaría integrado a ese nuevo reino y dejaría de ser él un reino propio, como sucedió con la corona navarra. Pero luego existe otra posibilidad: que el islam conquistase estos territorios peninsulares e instalase en ellos un monarca. Entonces España se transformaría en un califato, en un sultanato o en cosa parecida, pero desde luego la Monarquía española habría dejado de existir, porque sucede que su legitimidad es constitutivamente cristiana: tanto que, si se repasan los títulos históricos con los que la Corona llegó a configurarse, no se encontrará ninguno que reconozca al rey como heredero de la soberanía almohade o nazarí, sino de la de los reinos cristianos (Sevilla, Granada) que las sustituyeron. La Monarquía española es la depositaria de los derechos correspondientes a todos los estados monárquicos que han existido sobre estas tierras, con las únicas excepciones del Imperio romano y de los reinos musulmanes (en cambio sí reconoce descender de la monarquía visigótica, precisamente por haberse ésta convertido a la fe católica).

Entendido eso, la asociación de la Corona de España (y de los actos que ella preside) con los símbolos del catolicismo no tiene nada de ajeno ni de inoportuno, sino que, antes bien, hace referencia a la constitución misma de tal Corona, que no es la Constitución del Estado, pues no tiene carácter normativo sino histórico y no está asociada, por tanto, al deber ser de la institución, sino a su ser efectivo configurado por la tradición.

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