Tras anunciarse el resultado de las elecciones venezolanas, un votante de Capriles se consolaba en Twitter con la satisfacción del deber cumplido, porque había puesto, decía, su "granito de arena". Ciertamente, los que veían en las urnas la oportunidad de salvar a Venezuela respondieron a la convocatoria con una resolución y un empeño a prueba de grandes sacrificios, haciendo colas interminables o regresando desde el extranjero para votar. El problema es que, con los granitos de arena de la oposición, Hugo Chávez tiene hoy una amplia franja de playa, cuyo horizonte se pierde quién sabe dónde, y por la que puede seguir caminando, además, como un irreprochable demócrata.
Algo de malo, de equivocado y de disfuncional tendrá esto, digo yo, cuando se considera la distancia abismal que existe entre los valores democráticos y el régimen bolivariano. Por supuesto, el mundo puede asumir dos actitudes. Puede contemplar esa brecha encogiéndose de hombros e intentar a continuación tragarse las ruedas de molino. O puede darse cuenta de que, con el ejemplo venezolano, la democracia queda expuesta a perder todo su significado y a cumplir exclusivamente aquel papel que le asignó la táctica revolucionaria socialista (y nacionalsocialista): el de una vía de asalto al poder. Quien quiera entenderlo puede buscar en Google el documento titulado "Para comprender la Revolución Bolivariana", editado por la Presidencia de Venezuela en 2004. En la página 12 verá que se define la "Revolución Bolivariana" como un "sistema político" que "comienza a instaurarse (...) en sustitución de la democracia representativa". Y en la página 19 se explica: "La diferencia del acto burocrático con respecto al acto revolucionario, es que lo electoral va a sustituir el método de tomar el poder. El acto revolucionario busca materializar la revolución, tal como se buscaba por la vía violenta". Más claro, el agua.
Pues bien: con semejante declaración de intenciones, por parte de quienes llegaron ya al poder y de tal modo confiesan no estar dispuestos, ni remotamente, a dejarlo, ¿por qué sigue empeñada la oposición en pretender que en Venezuela opera la lógica de la alternancia en el mando? Supongo que hay varias razones para explicarlo. Según parece, la primera es que no se dispone de otra vía, lo cual es tanto como admitir que la revolución (contra la tiranía chavista) resulta inviable. ¿Por qué? Para ello se han buscado muchos pretextos. El más recurrido es el de la "lucha democrática", que se repite incesantemente desde lo ocurrido en abril de 2002, porque con aquella usurpación de Carmona los adversarios de Chávez quedaron tachados de "golpistas", aunque el derrocamiento fue producto de un movimiento cívico-militar y el Gobierno violó abiertamente los derechos humanos para frenar la protesta. Pero, en fin: parece que es demasiada afrenta eso de dejarse llamar golpista, por más que quien lo haga sea, precisamente, el militar que se dio a conocer al mundo una madrugada metiendo los tanques al palacio de Miraflores para deponer a un presidente elegido de manera democrática y constitucional. Y lo peor es que, incluso con el pacífico talante de Capriles y de toda la oposición, Chávez seguirá de todos modos presentándonos como fascistas, lacayos del imperio, oligarcas, agentes de la CIA y otros insultos que nos dedica todos los días, con su conocido amor por el fair play.
Poco importa que el mundo entero haya celebrado las primaveras árabes como defensa legítima contra la opresión de unos sátrapas, llenos, por cierto, de afinidades electivas con el régimen de Chávez: los venezolanos, parece, no estamos por la labor de reivindicar el mismo derecho. Desde luego, la resistencia a un régimen sanguinario y sin escrúpulos como el venezolano no es cosa fácil. Implica persecuciones, exilios, amenazas, jugarse el pellejo y el de la familia: para nadie es un camino de rosas. Los venezolanos lo sabemos porque (aunque fuera en otra generación) así acabamos con la feroz dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958; y ello no sólo no nos acompleja, sino que lo tenemos como una gran conquista democrática. Pero con el régimen actual (mucho más destructivo que el perezjimenista) no acaban de activarse los mismos mecanismos de respuesta.
¿Cuánto de esta culpa cabe a los líderes de la oposición? Nadie duda del patriotismo de Capriles, que es justamente uno de los venezolanos que más huellas pueden exhibir en sus carnes del ensañamiento chavista. Su campaña fue admirable, y es probable que haya sembrado la semilla de un liderazgo nacional que, como pronosticó Mario Vargas Llosa, pueda luego resultar fructífero. También es muy digno de elogio el trabajo de la Mesa de la Unidad para canalizar las fuerzas opositoras hacia un solo objetivo. Pero no es menos cierto que la ficción electoral permite a ciertos partidos y figurantes de tercera fila conservar su nicho en la vida política; y así, al precio de aguantar insultos de Chávez, mantienen un protagonismo que de otra forma no habrían tenido nunca. Viajan por Europa, conceden entrevistas, hacen relaciones, reciben ayudas. Y por esas ganancias estarían dispuestos a pasar una y otra vez por el mismo tinglado, llevando a la gente detrás como a los ratones de Hamelín, aun a sabiendas de que con los votos no existe ni la más remota posibilidad de desplazar a Chávez del poder.
Porque está claro que este es el punto. Que Chávez tiene popularidad es indudable, y la razón es evidente: es un demagogo. No es nada nuevo en la historia; existe desde Cleón, en tiempos de las Guerras del Peloponeso, hasta Hitler y Perón. Pero no es cierto que el régimen chavista esté asentado en la decisión de la gente: la verdad es que descansa en la violencia, pues tiene toda la disposición a usarla para mantenerse en el poder contra cualquier iniciativa, de la naturaleza que sea y venga de quien venga, si pretende desalojarlo. El voto sirve en la medida en que avala la fuerza, pero ésta tiene su razón propia: no necesita de nada ni de nadie para hacerse valer. Aunque los comicios se ganaran; aunque el fraude no se pudiera demostrar, ¿puede considerarse que semejante sistema está al servicio de la voluntad popular? En cierta forma, es lo mismo que ocurre con la libertad de expresión, que todos se asombran de ver bastante intacta bajo la bota bolivariana. La explicación es sencilla: da igual que se denuncien los excesos del Estado, las instituciones públicas están todas al servicio del régimen, y no van a otorgar ningún beneficio a la voz del que se queja. Sería impensable; tanto como haber imaginado, ayer, a la jefa del órgano electoral anunciando la deposición de su jefe, a quien la unen vínculos de lealtad sobre los que nadie guarda la menor duda.
Así y todo, los opositores venezolanos se siguen embarcando en la aventura electoral. A ello contribuye, en buena parte, un montón de rumores que suelen abonar los periodistas, no se sabe si con el ánimo de subir la moral o picando el anzuelo de los que quieren hacer creer que hay posibilidades. Porque es obvio que la gente no es idiota para salir a jugar con las cartas marcadas; entonces hay que convencerla de que el control totalitario del caudillo no es tal, de que hay disensos internos, de que en la Fuerza Armada (que se apellida "Bolivariana") hay militares íntegros que no consentirían el fraude, etc. La enfermedad de Chávez, hábilmente promocionada por el régimen, resultó eficacísima para sembrar esta ilusión de que las ratas estaban todas abandonando el barco. Y lo que hoy tenemos, hasta que otra cosa sea capaz de desmentirlo, es que el barco navega con viento de popa.
Se engañan también los que creen que la debacle de Venezuela es la debacle de la revolución. Muy por el contrario: en un contexto depauperado, privilegiando al hampa, al narcotráfico, todos los delitos que pueden sustituir como fuentes de riqueza a las ruinosas industrias nacionales, Chávez puede desempeñar más eficazmente su papel de capo para gobernar aquella inmensa mafia en que ha convertido Venezuela. Su modelo de dictadura africana funciona perfectamente bien con un país reducido a cascotes.
¿Qué hacer, entonces? Los líderes de la oposición suelen aducir que en Venezuela se ha hecho ya "todo", y ante la disyuntiva electoral ponen el ejemplo del revés sufrido en las parlamentarias de 2005, cuando la oposición decidió retirar sus candidaturas y el Legislativo quedó completamente ganado para el chavismo. Y es que, claro, lo que no se puede hacer es impugnar las elecciones para el Congreso y luego reconocer legitimidad a los diputados que salgan de allí. No se puede seguir jugando a la democracia a medias; a esta democracia que nos apunta con una pistola. O la desconocemos, o nos convertimos en sus rehenes. A Capriles le preguntaron en una entrevista para la televisión colombiana si lo de Chávez era una dictadura y dijo que no. Muy comprensible: ¿cómo se explicaba su propia candidatura, si es evidente que ningún dictador sale por elecciones, salvo que haya perdido el apoyo de las armas o que decida voluntariamente facilitar una transición? En Chávez no se había dado ni lleva trazas de darse ninguno de los dos supuestos. Pues bueno: ahí están las consecuencias.
Yo soy venezolano, y no puedo ver sin un inmenso dolor y una tremenda indignación que las democracias occidentales estén felicitando a mi país por su "fiesta democrática", cuando sé cierta y positivamente –como lo saben esos Gobiernos– que Venezuela se está abismando en un trágico pozo de caos, de opresión, de atraso y de sangre. No, lo siento, no me obliguen a fingir a mí también. El comienzo de la resistencia activa que puede libertar a Venezuela consiste en decir la verdad y en llamar a las cosas por su nombre. Y lo mejor que podría hacer Capriles Radonski, ya que ha capitalizado una parte importante del favor de los venezolanos, es liderar esa causa, que no ha de ser más un juego de sombras chinas, sino la lucha visible y sostenida de un pueblo por su libertad. Capriles es ya una figura prestigiosa y escuchada, mientras que el mundo entero, con todas sus afectadas cortesías al tirano, sabe perfectamente quién es Hugo Chávez. Y sin duda que será una empresa dura, peligrosa y sacrificada, pero a la larga está llamada a prevalecer, porque, contra todo cinismo, es la causa de la verdad.