En cualquier parte resulta muy previsible que un desgarro entre los elementos que conforman la nación comprometa también el régimen político. En España, sin embargo, no se ha dado esta relación de causa-efecto, sino que ambas cosas han concurrido simultáneamente: Cataluña cruje a la vez que las instituciones de la democracia representativa atraviesan las horas más bajas de nuestra última vida constitucional, y la impresión que tenemos es que los problemas se han enmarañado en un escenario de tormenta perfecta. Pero cuando uno atiende al detonante de todo esto, se da cuenta de que el Estado nacional y el democrático se han tambaleado porque, en realidad, no eran sino subsidiarios de esa otra estructura sociopolítica que ciertamente se ha revelado insostenible: el Estado providencia.
Tanto el sistema de libertades públicas como el proyecto común de los españoles se han entendido en clave del Bienestar oficial que, por otra parte, constituía para muchos lo fundamental del "milagro" patrio. Justicia es reconocer que no se trató de una conquista despreciable: todavía en el trimestre pasado el Barómetro de Metroscopia revelaba que un 70% de la población tiene buena opinión de los servicios prestados por la Administración Pública. Pero la burocracia no puede ser la razón que cohesione a la sociedad política, porque lo político, en el contexto de esa Modernidad que logró convertir al ser humano en sujeto de la historia, está ya indisociablemente unido a la realización de la libertad: por mucho que dispense con eficacia bienes y prebendas, el poder cerrado resulta siempre excluyente y, por lo tanto, antipolítico. Con la renovación generacional del tejido ciudadano es inevitable que éste reasuma sus objetivos políticos, y en este sentido no puede decirse que la España actual esté menos comprometida con la construcción de una sociedad libre que la que protagonizó la Transición hace treinta y tantos años.
Hacer más transparentes y más meritocráticos a los partidos y a las instituciones forma parte de esa lucha que han de dar los ciudadanos para volver más factible el desiderátum liberal: que nadie trabe injusta ni arbitrariamente el derecho de nadie para desarrollar sus capacidades individuales; que la vida en sociedad no sea la negación de la realización personal si ésta se cifra en expectativas racionales y éticamente autorizadas. Y si en lo vertical del Estado es necesario abrir estos canales, en lo que hace a su composición horizontal hay que impedir la lógica de fronteras y alambradas que quiere imponerse en nombre de la cultura. El acuerdo nacional sobre el país en el que viviremos debe entender éste como una realidad sincrética y, en consecuencia, integrada: algo bien distinto a la mera yuxtaposición de partes que ahora busca enhebrarse con la ficción del federalismo –por más que, como todos sabemos, es puro espíritu de taifa–. Pero el viraje cohesionador dependerá de que se estructure un proyecto al que la gente se vincule con algo más que con el número de la Seguridad Social.
La hispanidad que España ha visto siempre como una proyección de su espíritu en el mundo debe buscarla ahora en el territorio propio; pero aun allí puede mantener la visión universalista, ajena al chovinismo, que la entendía como una porosidad creadora capaz de incorporar todas las influencias y de usarlas para edificar una realidad más rica. Todo el trabajo de renovación y apertura de nuestro sistema político debe hacerse a la luz de este propósito; y si la hispanidad trasatlántica se vinculó al humanismo reformador que soñaba con un nuevo espacio para la fraternidad y para desterrar la corrupción del poder, la hispanidad del futuro debe proponer para otro tanto el país que habitamos hoy.
XAVIER REYES MATHEUS, secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.