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Tomás Cuesta

Münzenberg en Atenas

Willie Münzenberg vive. Búsquenlo en cualquier parte. De momento, en Atenas.

Willie Münzenberg vive. Búsquenlo en cualquier parte. De momento, en Atenas.
Cordon Press

Cuando la gente oye hablar de propaganda, echa mano, aún hoy, del fantoche de Goebbels. Y, sin embargo, el altavoz de Hitler no fue, ni de lejos, el principal propagandista que alumbró el ominoso siglo XX. Ni el más determinante, desde luego. Pero a la postre ocurre (como diría él mismo usurpando una fórmula concebida por Lenin) que la mentira, cualquier mentira, repetida mil veces, se convierte en verdad a todos los efectos. Así se explica que un matarife cojitranco, un torvo carnicero con ínfulas estéticas, haya sentado cátedra en los anales de la infamia como un ejemplo cumbre de la manipulación de las conciencias mientras que el inabarcable genio de su contemporáneo Willie Münzemberg ocupa una fosa ignota en los desmontes del silencio.

El caso es que Willi Münzenberg, "el millonario rojo", interpretó el mismo papel de Goebbels en la ribera opuesta. Pero la historia oficial del comunismo (escrita por Stalin y sus voluntariosos corifeos) ha borrado sus huellas hasta el punto de que, hoy por hoy, muy pocos le recuerdan. La derecha no sabe quién fue Münzenberg porque desprecia cuanto ignora con respecto a la izquierda. La izquierda, por su parte, ídem de lienzo. Bien sea por indigencia intelectiva, bien porque, para justificar a dónde va, le es más confortable desconocer de dónde viene, también está a por uvas al respecto. Prosigamos, pues, por el principio, a fin de que lector –el paciente lector– hilvane mejor el cuento.

Érase que se era un joven alemán que, refugiado en Suiza para escapar de la Gran Guerra, consiguió hacerse un hueco entre la corte de exiliados que rodeaba a Lenin. El líder bolchevique captó sobre la marcha el potencial que atesoraba aquel cachorro inquieto y, tras el triunfo de la Revolución de Octubre, le encomendó una misión delicadísima: ser la carcoma que barrenase desde dentro el entramado de valores de la sociedad burguesa. Fue entonces cuando Münzenberg, utilizando el oro de Moscú y el multiplicador de su talento, transformó el agit-prop en una implacable ciencia.

Logró llevarse al huerto a los artistas más señeros (novelistas, pintores, cineastas, pensadores, músicos, poetas… La crême de la crême, en suma, de los modernos de la época) y transformarlos en apóstoles de un sombrío evangelio, en compañeros de viaje de la causa soviética. Camuflar el horror, la mezquindad y la miseria con el barniz de la cultura y de los buenos sentimientos fue uno de los pilares sobre los que Willi Münzenberg edificó la martingala de una superioridad moral por la que el progresismo todavía sigue cobrando rentas.

No obstante –siendo éste el mayor de sus logros, el que mejor ha resistido los embates del tiempo–, lo que hace de Münzenberg un personaje actualísimo, una suerte de oráculo de lo que está ocurriendo, es la campaña que orquestara a cuenta de la hambruna que el paraíso proletario sufrió en los años veinte. Las huchas solidarias con que el Socorro Rojo apeló a los ahítos bolsillos de Occidente no rescataron a las víctimas de una utopía despiadada sino a los encargados de propalar la muerte.

Mutatis mutandi, esa avalancha compasiva que difumina los linderos de la culpabilidad y la inocencia, es la misma que ahora los populistas ambidiestros (los atildados militantes del Frente Nacional y los sans-culottes pijos de Podemos) han desencadenado a costa de la tragedia griega. Willie Münzenberg vive. Búsquenlo en cualquier parte. De momento, en Atenas.

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