¿Cuántos miles de muertos habrán de amontonarse en el altar sanguinolento de los telediarios antes de que el bochorno nos impida zafarnos del horror dándole gusto al zapping? ¿Cuándo llegará el día en que los mandamases europeos abrevien, o pospongan, sus riñas de contables para plantarle cara al gigantesco desafío que ha convertido nuestra frontera sur en un osario? En un mundo que tasa las dimensiones de lo trágico en función de los ceros que sumen los cadáveres, los últimos naufragios en las costas de Italia han conseguido que, por fin, revienten las alarmas. No es lo mismo, en efecto, el que se hunda una patera que el que se vaya a pique la mitad del Titanic. Pero si no es lo mismo –preciso es aclararlo- es porque ahora la estadística ha ocupado el lugar de las normas morales.
Lo sustancial, en cualquier caso, es que los grandes números han puesto en pie de guerra a los grandes titulares y que las cifras cantan aunque los gobernantes se escaqueen y se llamen andana. El agónico drama del aluvión de "desperados" que ha hecho del mar clásico un sumidero de esperanzas, excita el lacrimal del humanitarismo a ultranza, de la misericordia a piñón fijo, de la compasión ilimitada. A izquierda y a derecha se desempolva el viejo mantra rememorando -¡Nunca más!- el Holocausto y sus fantasmas. A una retahíla de pías intenciones le sigue un florilegio de proclamas seráficas. O incluso una cumbre exprés, tal cual la de mañana, en la que una Europa en crisis, desmembrada y apática intentará salir a flote de la epidemia de naufragios. Sin duda, la hora es grave. Con un prime-time ahíto de trasegar cadáveres, la sociedad se halla en el límite de tolerar lo intolerable.
Sería lógico, pues, que, en semejantes circunstancias, los miembros de la Unión decidieran mojarse y, amén de desgranar el gorigori por las víctimas (y de excitar el lacrimal del humanitarismo a ultranza), le ajustaran las cuentas a los que mercadean con la infamia. Con buenas intenciones no se combate a los chacales que han vuelto a tender las redes del tráfico de esclavos y que han hecho de Libia la sentina de África. Un nido de piratas que rigen, mano a mano, una horda de asesinos y una legión de criminales. Un santuario del horror donde los carniceros de la trata sólo admiten la ley que impone el Estado Islámico. Un puesto de avanzada en esa guerra sorda (y ciega, por lo no visto, y muda, por silenciada) que libran urbi et orbi la civilización y la barbarie.
Cabría esperar, al menos, que aquellos que anteayer pasaportaron a Gadafi a un paraíso pródigo en vírgenes guardianas, se sirviesen del mismo imperativo humanitario y apuntalaran su discurso con la determinación de antaño. ¿Correremos el riesgo de apretar el gatillo pudiendo convertir en bálsamo las lágrimas? Nasti de plasti: misericordia a tutiplén, compasión a destajo y a pechar con la culpa de ser ricos y blancos. Al fin y al cabo, siempre nos queda la esperanza de que Hillary Clinton acuda a rescatarnos.