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Tomás Cuesta

España sin españoles

El desplome de Rajoy, el naufragio de Sánchez y el gatillazo de Rivera, hace del Parlamento un cubil de la anti-España.

Felipe González -que, como de costumbre, estaba ahí, pispándole el papel al dinosaurio de la fábula- ha afirmado que España podría convertirse en una suerte de Italia ayuna de italianos. Un país sin hechuras, atrabiliario, invertebrado, en el que la política es un perpetuo chalaneo y la gobernabilidad, el fruto de un pacto entre rufianes. Estaríamos, pues, luego del cataclismo de las urnas y del morrocotudo descalabro del código binario, obligados a hacer piruetas circenses y cabriolas funámbulas sin tener, ni de lejos, la experiencia o las mañas de esa troupe -¡vaya troupe!- que gestiona el cotarro en la ribera opuesta del Mediterráneo.

El diagnóstico, en principio, es de una obviedad flagrante y, en teoría, no hay razones para presuponer que sea falso. El problema aparece cuando el doctor González, después de haber descrito la magnitud del mal, su inusitada virulencia y sus horrísonos estragos, se olvida del remedio y, sobre todo, de las causas. Querer interpretar en clave transalpina un esperpento tragicómico tozudamente hispano es, en realidad, un ejercicio de escapismo, una fuga retórica hacia ninguna parte. Italia es, en efecto, un caos, un disparate, un milagroso ten con ten de lo imposible y lo improbable. Pero Italia es Italia, los italianos -aunque gruñan- siguen siendo italianos y todavía la nación es algo más que el "calcio".

De ahí que la sentencia del prócer sevillano (que aspira a fungir de Séneca y habla pidiendo mármol) no le haya hecho justicia al gigantesco sapo que los comicios domingueros nos han puesto en el plato. El dilema de España no es que los grandes mengüen, que medren los enanos y que la rebatiña del poder, si llega a sustanciarse, alumbre -González "dixit"- una versión de Italia huérfana de italianos. El dilema de España, el trance casi agónico al que tendremos que enfrentarnos, es que, tras el desplome de Rajoy, el naufragio de Sánchez y el gatillazo de Rivera en el último asalto, el nuevo Parlamento es el cubil de la anti-España.

La cobardía mayestática de un presidente ajeno a cualquier desafío que exceda lo contable y la complicidad esquizoide de un socialismo hambrón, oportunista y desalmado, han posibilitado que los nacionalismos antañones disimulen el tufo a sacristía y carlistada con los efluvios de una horda licenciada en escraches que acaba de otorgarle a Pablo Iglesias la patente de corso del independentismo desgreñado. Súmenle a los despojos del PP un cuarto y mitad del PSOE más lo que allega Ciudadanos y ahí tienen el legado del orate y del pánfilo. Del zapaterismo en vena y el marianismo a cucharadas.

Y en éstas, terció González, el dinosaurio de la fábula, condensando en un dictum de estadista de raza el sombrío paisaje del futuro inmediato. ¿Italia sin italianos? ¡Vamos anda! España sin españoles y al que le pique que se rasque.

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