Hay ciudades que tienen una capacidad especial (una suerte de gen amartillado en su ADN) para afrontar el desafío de los grandes eventos y Barcelona, sin duda, es una de ellas. Un par, se dice pronto, de Expos Universales; unos Juegos Olímpicos que la pusieron en el mapa y de cuyo capital simbólico aún percibe intereses; un dale que te pego, ahora, de manifestaciones monstruosas con las que año tras año, cada Once de Septiembre, aspira a hacer Historia o, cuando menos, a hacerse con un puesto en ese club de desquiciados que conforman el Libro de los Récords. Pocos recuerdan, sin embargo, una ocasión realmente excepcional en la que tanto Barcelona como los barceloneses dejaron a medio mundo estupefacto y boquiabierto al otro medio.
Con el Congreso Eucarístico de 1952, la diplomacia vaticana contribuyó a romper el cerco del régimen franquista por parte de Occidente y España, agradecida, supo poner de manifiesto que, aunque el condumio escaseara, la espiritualidad se sostenía contra viento y marea. Aquello fue, en efecto, un piadoso Cafarnaúm, una babel asotanada, un beaterio sin fronteras. Una versión terrícola de la Jerusalén celeste en la que llovían las hostias consagradas y las flamígeras arengas del arzobispo Spellman: "O comunión, o comunismo. No existe otra elección en estos tiempos". Tal es a grandes rasgos y a brochazos someros, el relato canónico de unas jornadas arcangélicas que acabarían siendo echadas al olvido y desde entonces son pasto del silencio.
No obstante, dejaron huella. En los anales literarios (de Mendoza a Barral pasando por Gil de Biedma) se puede escuchar el eco que la avalancha comulgante estampilló en ciertas conciencias. Y en todas -ralea impura, fornicadores irredentos- lo que perdura de esos días es el feroz destierro que las autoridades competentes impusieron al gremio de las hermanas de pecar sin distinción de clases, prestigios o abolengos. Nunca estuvo tan limpio el barrio chino, nunca los ojos estuvieron tan huérfanos.
"Mutatis mutandi" -que es mucho, por supuesto- la singular purga de hetairas con que se adecentó el pío Congreso en algo se parece a esos safaris de corruptos que hoy montan los partidos cuando las urnas les acechan. Nada, o poco, ha cambiado. Sin novedad en el frente. Hoy, al igual que ayer, importa salvar la cara, el sueldo y la encomienda. Así se comprende que, de pronto, los mudos se hagan lenguas exigiendo cabezas y los ciegos descubran la visión periférica.
A diestra y a siniestra se destapan entuertos; a diestra y a siniestra se dan golpes de pecho; a diestra y a siniestra un turbión de conversos jura (o promete) que ceñirán sus carnes con el cilicio de la trasparencia. ¿Y luego? La carne es débil y contra las tentaciones del poder no existe más vacuna que resignarse a no ejercerlo. O sea, lo de siempre: una vez que los fieles hayan cumplimentado el santo sacramento de la papeleta, las izas, las rabizas y las colipoterras volverán a emboscarse en las mismas aceras.
El Congreso Eucarístico versión 3.0. O comunión, o comunismo. Vade retro, Podemos.