El penúltimo asalto del independentismo catalán contra un Estado inerte, sumiso y desfibrado se resolvió el domingo con una victoria pírrica de cuantos no transigen con la demolición de España y una teórica derrota, no menos cuestionable, de quienes pretenden liquidarla. Es cierto que la lista de Artur Mas y Asociados (Suciedad Ilimitada) ha caído de patas en lo que los gurús del marketing -a fin de darse pisto y de engrosar sus honorarios- definirían como un caso de "expectation gap" de dimensiones colosales. Lo cual, que ha sido víctima de un grosero desfase entre lo real y lo pintado, de un descuadre excesivo entre las cuentas de las urnas y los cuentos de hadas del somatén mediático.
Dicho lo dicho, también es innegable que los secesionistas (aun sin correr en pelo a la purria charnega que se empecina en no rendirse y en no largar amarras) se han llevado al huerto, o al hortet, si les place, a media Cataluña -la casolana, la racial, la agropecuaria- y ha confinado a la otra media en guetos suburbanos. Al cabo, no hay sorpresas: avisados estaban. El expresidente Aznar (al que, de nuevo, han ausentado de una campaña decisiva para dilucidar a dónde vamos y a dónde nos arrastran) afirmó hace tres años, cuando los alquimistas del procés dieron vuelo a las masas, que antes de que España se quebrase, habríamos de ver a Cataluña hecha pedazos. La profecía se ha cumplido con creces y con saña y, aunque el tempestuoso aluvión del plebiscito se haya quedado, al fin, en agua de borrajas, la broma sigue en pie y los bromistas a los mandos.
Rajoy y sus primates se obstinan, sin embargo, en relativizar las dimensiones de un batacazo electoral (uno más, y van cinco, ruge Aznar desde el palco) que, amén de su discurso, pone en jaque su espacio. Después de conseguir que en Cataluña se empiece a hablar de España sin titubeos vergonzantes, Rivera y su partido se han convertido en algo más que un compañero de viaje con el que habrá que compartir bota y merienda una vez celebradas las elecciones generales. Y ahí tienen a Pedro Sánchez, tan acomodaticio, tan inane, dispuesto a jurar bandera (o a prometerla, en cualquier caso), y a mudar de proclamas, de pareja de baile e incluso, si llega el caso, a transformarse en el heraldo de una socialdemocracia light con aditivos liberales.
Total, a la fuerza ahorcan, las circunstancias cambian y en la arena política las circunstancias priman sobre los ideales. ¿Queda, pues, descartado un frente popular? ¿Qué se hizo de la entente con Coleta Morada? Corramos, con la venia, un estúpido velo sobre las peripecias del increíble hombre menguante e intentemos descifrar que hará Rajoy si no quiere abismarse en la insignificancia. La respuesta no ofrece ni dudas ni esperanza. Hará lo que, en su día, hizo en el País Vasco. Lo que hizo en Navarra. Lo que hizo en Cataluña mientras la marabunta se encrespaba. O sea, no hará nada. ¿Qué Aznar brama? Que brame. Suya es la criatura. Suyo, en parte, el pecado. Y desde luego son muy suyos esos feroces calentones que le abrasan el alma. En cuanto a Rajoy, lo suyo ha sido siempre templar gaitas.