"- Se están comiendo a los caníbales", comentó con su causticidad habitual J.L. Borges cuando le hablaron de la feroz represión desencadenada por la Junta Militar argentina contra ultraizquierdistas y peronistas, allá por fines de los setenta. No fue la primera ni la última vez en que el alguacil terminaba alguacilado: en estos días, Mu’ammar al-Qaddafi ha sido asesinado por tipos no mejores que él pero tampoco peores. La idea del "juicio justo", que tanto oímos repetir en los telefilmes, hasta el punto de que nuestros políticos y periodistas han prohijado el divertido sintagma y lo reiteran como loros, en Libia –y en todos los países musulmanes– es un chicle estirable a voluntad del usuario. Podría añadirse que los juristas hispanos –y tal vez los de todas partes– son modélicos imponiendo aquello tan alentador de "Al enemigo se le aplica la ley y al amigo se le interpreta", pero por acá se guardan las formas (también según, reconozcámoslo: el gobierno de Alfredo Pérez y J.L. Rodríguez favorece a los asesinos etarras y se queda tan tranquilo, pero éste es otro tema) y, de momento, se han desterrado ciertos métodos de barbarie que "allende" (traduzco: en nuestros textos antiguos, el Magreb) siguen por completo vigentes.
Es en balde extenderse sobre los detalles del asesinato de Qaddafi (y de su hijo Mu’tasim y de ciento y la madre de quienes no se habla), por ser de sobra conocidos. Y también huelgan comparaciones –como están haciendo los pendolistas voceros de la Pesoe– con los casos de Ibn Láden (no hubo torturas ni ensañamiento) o, no digamos, de Saddam Husein, a quien cupo la inmensa suerte de ser atrapado por americanos y no por iraquíes: al menos lo juzgaron y no sufrió vejaciones ni tormentos como los que él dispensaba, con ferocidad siniestra, a opositores o meros sospechosos. Los tres criminales (Osama, Mu’ammar y Saddam) sabían en que mundo se movían, el suyo, al que pertenecían, y conocían perfectamente las reglas del juego corrientes en él para sobrevivir obedeciendo o para dominar a los otros: bestialidad implacable, despotismo sin titubeo alguno y riego de dádivas por mantener fidelidades y aplausos enfervorizados. El "despotismo oriental" de que hablaba Marx, o la prosquinesis (la sumisión ante el sátrapa, de rodillas y con la cabeza gacha) que tanto horrorizaba a los griegos compañeros de Alejandro, que no querían pasar de conquistadores de Persia a siervos.
Mientras Francia hace caja (ya veremos) y el Consejo Provisional libio anuncia la implantación de la Xari’a, desconociendo que, sin la OTAN, habrían acabado, más o menos, como Qaddafi, por acá una pléyade de periodistas (omito, piadosamente, los nombres) insisten en sostenella y no enmendalla : no van a consentir que la realidad, ya imposible de ocultar, les estropee sus bellas elucubraciones sobre la primavera árabe, la democracia imparable y las románticas teclas de los tuiteros. Es cierto que en el coro de panegiristas de la primavera que no fue les acompañan próceres señeros como la Srta. Trini –Guerra dixit– y Bernardino León, el ministro en la sombra del genial e inolvidable Moratinos, ese Metternich del siglo XXI. Personajes que sólo conocen los países árabes tras el blindaje de coches con cristales tintados y aire acondicionado; siempre dispuestos a creerse cuanto les cuenten el tirano de turno o sus encorbatados esbirros, en palacios frente al mar y con despliegue de exquisitos almuerzos y no menos suculentos talonarios. Y ya puede ser el interlocutor Qaddafi, su ministro de Justicia ‘Abd al-Jalil (ahora cabecilla del Consejo), Mohamed VI, Mubarak o su tía Fátima: éstos tragan lo que les echen. Ahora, la Trini asevera muy convencida que la democracia, el futuro esperanzador y bla, bla; y León el Sabio, insulta a la inteligencia afirmando que "no hay que tener miedo al triunfo de los islamistas en Túnez". Pues ya han triunfado. Y en Libia. Y ahora van a por Egipto, la clave de todo: ¿se puede ser más necio o más cobarde? Todo sea por el cargo.