Se cumplen en 2021 cincuenta años de “la lucha del siglo”, la pelea épica entre Joe Frazier y Muhammad Alí en la que Frazier consiguió noquearle. Pero unos pocos años después se volvieron a ver las caras en Manila, en otra batalla campal en la que Frazier llegó al último round con los párpados tan hinchados que estaba ciego de facto. Su entrenador tiró la toalla ante la desesperación de Frazier que quería boxear aunque no pudiese ver. Alí declaró después que Frazier claudicó un segundo justo antes de que lo hiciera él.
Donald Trump sin duda conocerá la historia de Eddie Futch, el entrenador de Frazier que no le dejó salir al último asalto, Frazier protestó: “Quiero salir, jefe”. Futch le respondió: “Se terminó, Joe. Nadie olvidará lo que hiciste hoy”. Pero lo que todo el mundo se pregunta hoy es qué habría pasado si hubiesen dejado a Frazier seguir hasta el final. Esa duda, sospecho, nunca la tendremos con Trump.
Por un puñado de votos le ganó Trump a Clinton y por otro puñado las ha perdido ante Biden. Que el candidato del Partido Demócrata haya tenido que ganarle con el mayor número de votos que ha conseguido jamás un candidato lo dice todo acerca del talento tan discutido como descomunal de Trump, alguien que ha embestido a los gigantes de los medios de comunicación, el Estado profundo, Silicon Valley y la Ivy League. Contra el mundo de la opinión publicada en periódicos y revistas. Entre todos lo grandes diarios sólo el New York Post le apoyaba y fue silenciada su cuenta en Twitter ya que denunció un escándalo de corrupción que afectaba el hijo de Biden. Tanto la censura al New York Post como el escándalo Biden no han recibido una cobertura mediática apreciable. Tras el affaire de los emails de Hillary Clinton en 2016, la omertà de los poderes establecidos parece haberse conjurado para que nada rozase a Joe Biden, ni siquiera los vídeos en los que aparece como un viejo verde sobando mujeres y que en el caso de ser Trump se habrían analizado incluso con el VAR.
Las elecciones más apasionantes desde Nixon y Kennedy nos dejan una interesante lección sobre el dogma de los politólogos que advierten contra la polarización. Si algo ha dejado claro Trump es que la lucha de ideas y el enfrentamiento visceral no sólo no son incompatibles sino que son elementos fundamentales para llenar las urnas de votos. El perro verde Trump ha conseguido ocho millones de votos más que McCain y Rommney, los republicanos domesticados que adoran en periódicos como The New York Times y Washington Post, tabloides con pedigrí que Trump desprecia olímpicamente. McCain y Rommey son el tipo de candidato de derechas que jamás va a desafiar los valores y los modos de la izquierda cultural.
También ha sido Trump el que ha sacado lo mejor del Partido Demócrata, que inteligentemente ha optado por un hombre de la vieja guardia alejado del radicalismo de la nueva hornada de feministas de género con un discurso basado en la lucha de clases con un sesgo multiculturalista, posmoderno e identitario. Biden recordaba a Obama, por una parte lo que repercutía en el voto de la comunidad negra, y tenía como compañera para vicepresidente a Kamala Harris, una dura y agresiva fiscal negra que le abría el mundo del electorado femenino al tiempo que le servía para equilibrar el discurso de Trump sobre la ley y el orden. Han tenido que superar el récord de Obama para conseguir batir a un electoralmente brillante Trump.
Estas elecciones, por otra parte, han sido una vez más la confirmación de que la demoscopia es una rama más de la astrología. O, también puede ser, el brazo electoral de los intereses partidistas de los grandes poderes económicos y mediáticos vinculados a la izquierda. Deben ser muy estúpidos o muy corruptos los “expertos” al estilo de Tezanos para volver a repetir los errores de pronóstico de 2016 cuando daban sólo un quince por ciento de probabilidad a Trump de ganar las elecciones. En la actualidad lo reducían a menos del diez por ciento, asegurando que lo esperable sería que Biden arrasase a Trump como había hecho con Reagan respecto a Walter Mondale. No es de extrañar que gurús españoles como César Calderón, que había defendido que los “jodidamente sólidos” modelos actuales acertaban al vaticinar una holgada victoria de Biden, se presente en Twitter como dedicado a la “propaganda”.
Brutalmente apalizado por setenta y dos millones de votos pero todavía en pie gracias a los más de sesenta y ocho que lo han respaldado, Trump, llevado por su temperamento similar al escorpión que pidió a la rana que lo llevara a cuestas sobre el estanque, seguramente recurrirá al Supremo, confiado en los tres jueces que él ha propuesto. Pero la rana en esta ocasión se llama Amy Coney Barrett, su candidata al Supremo, que es tan inteligente como el propio Trump y tiene un carácter a prueba de temperamentos infernales. Sería un interesante giro de guión propio de una serie de la HBO que un católico (Biden) le venciese y una católica (Amy Coney Barrett) le derrotase.
Hablando de series, en la temporada tercera de la magnífica The Good Fight, sobre un bufete de abogados mayoritariamente negros en Chicago, la protagonista se une a un club feminista secreto que conspira contra la presidencia de Trump. Su primera medida consiste en hackear el software de las máquinas de votación para compensar, dicen, lo que hicieron los republicanos a Al Gore y Hillary Clinton. A la luz de las sombras que se ciernen sobre el sistema electoral americano es inquietante que la realidad trate de imitar al arte de esta manera tan fidedigna. Y haría bien el presidente norteamericano en tener cuidado porque el siguiente objetivo de las feministas anti-Trump es asesinar a alguien del círculo del magnate.