Nunca el vencedor de unas elecciones ha mostrado un rostro más desencajado que Sánchez abroncando a los socialistas en la puerta de Ferraz para que le dejaran hablar. ¿Qué podía decir? Sánchez trataba de parecer muy contento porque, decía, ha ganado por tercera vez unas elecciones este año. Cuando las gane por decimotercera vez sin poder formar Gobierno, ¿estará eufórico? La victoria del PSOE es pírrica, vergonzosa, claudicante, humillante. Ha perdido tres escaños y casi un millón de votos, cuando las elecciones estaban diseñadas por el genio del Ala Oeste de la Moncloa, Iván Redondo, para que subieran 25. Con más escaños y, sobre todo, con más vergüenza política, Joaquín Almunia dimitió de manera irrevocable la misma noche electora; hace veinte años.
Inmediatamente se dio cuenta el presidente del Gobierno eternamente en funciones de lo burdo que resultaba y advirtió de que su objetivo no era ganar elecciones sino formar un Gobierno… "progresista". Sí o sí habrá Gobierno, dice Sánchez, convocando a todos los partidos "salvo a los que fomentan el odio y rehúsan el marco constitucional". Pues sin Podemos, Bildu, ERC, PNV y cía., la única opción que le queda es el PP... o repetir elecciones. Los independentistas progolpistas, valga la redundancia, han subido hasta el 42% en Cataluña: la CUP se suma a ERC y JxCAT. Sus aliados nacionalistas en el País Vasco, PNV y Bildu, también crecen. Más el BNG en Galicia. Es decir, España seguirá en manos de todos aquellos que quieren acabar con la soberanía del pueblo español y la Constitución, reforzados por la pérdida de votos y escaños de PSOE y Podemos, cada vez más dominados por Miquel Iceta y Ada Colau. España se ha balcanizado y está cada vez más cerca de convertirse en Yugoslavia, porque la izquierda socialista va a aceptar definir España como un país plurinacional y porque dicha claudicación llevará al troceamiento del Estado y a la persecución de los constitucionalistas.
Sánchez es ahora es más débil que antes porque una coalición heteróclita, aquella que destaca por lo extraño de sus características, da igual poder a todos sus miembros, por muy minoritarios y antisistema que sean. El candidato del PSOE dijo que no había pactado en abril con Podemos porque le quitaba el sueño tener que gobernar con alguien tan radical y fanático como Pablo Iglesias. Ahora quizás pueda dormir, pero su sueño estará poblado de pesadillas. Y vamos a ser todos los españoles los condenados al insomnio.
En el lado opuesto de la trinchera, Santiago Abascal tiene razón: Vox ha abierto el melón de la batalla cultural contra los dogmas políticamente correctos, ante los que han claudicado tanto el PP como Ciudadanos: de la Ley de Violencia de Género a la Memoria Histórica. Gran parte de su ascenso se explica porque ha abierto de par en par la ventana de Overton, el rango de ideas que el electorado puede encontrar aceptable. La mayor parte de los comentaristas políticos están enganchados al mantra de que Vox es un partido de extrema derecha, porque no tratan de analizar, sino de ser activistas orgánicos del sistema ideológico socialdemócrata y nacionalista al que llaman "Consenso". Viven en su burbuja de barrios gentrificados, urbanizaciones cerradas, novelas progres, gastrobares y cervezas artesanales, que les lleva a ignorar la España real. Pero Vox es sobre todo la reacción desesperada de una España que se resiste a desaparecer como nación y como Estado de Derecho.
Junto a la balcanización, el populismo de izquierdas no solo incendia las calles sino que domina las instituciones. El hundimiento de Ciudadanos es más que una debacle de un partido: es la metáfora de un país que se va al traste. Todo apunta a que ahora Sánchez exhumará al Frente Popular de la Segunda República, un batiburrillo de extrema izquierda, nacionalistas golpistas o con pasado terrorista, más socialistas populistas. Que Ciudadanos haya fracasado como vía para regenerar el Estado de las Autonomías desde un punto de vista ilustrado y liberal ha empujado a la mitad de sus votantes a la resignación de la abstención y a otros tantos a entregarse al maximalismo centralista de VOX.
Pero lo de Albert Rivera dimitiendo contrasta ejemplarmente con el caso de Pablo Iglesias. Su discurso final hablando de libertad y de unión entre los españoles también se contrapone con el de todos aquellos que basan sus programas en la desunión de los españoles y la persecución de los Otros. La dimisión de Rivera viene dada por sus errores, por supuesto, pero también es responsabilidad de tantos liberales y centristas que impiden, con su omisión, su pasividad y su inopia, que el liberalismo tenga una voz propia y poderosa en el Parlamento. Queda en manos de Inés Arrimadas –esperemos que sea ella la líder del partido a partir de ahora– la misión de alumbrar una última oportunidad –un partido liberal con entre 20 y 40 diputados y que no sea de masas sino de élites, para iluminar con firmeza constitucional y lucidez liberal a los socialistas de todos los partidos– para que los españoles puedan todavía soñar con un país en el que no triunfen los personajes más destructivos y resentidos dispuestos a convertir en trágica la historia de España.