Mario Vargas Llosa ha publicado en El País un artículo furioso contra Trump, “Un tiro en el pie”. Según el Nobel español, la elección de Trump en 2016 significó que el pueblo norteamericano se equivocó. Es posible. Pero lo que está más allá de toda duda razonable es que los peores pronósticos publicados en medios de izquierdas sobre el primer mandato de Trump no sólo no se han cumplido, ni ha habido un crack económico como el del 29 ni el Ejército estadounidense ha invadido Europa como hizo Hitler, sino que el país va razonablemente bien, pandemia al margen, y el mundo ha atravesado una de sus etapas de más estabilidad, menos tensiones y víctimas de guerra, a diferencia de los últimos años imperiales, con Bush y Obama. Por lo que, a diferencia de Vargas Llosa, y haciendo caso al consejo de Spinoza de analizar sine ira et studio, podemos señalar los aspectos positivos de la presidencia de Trump que pudieran servirle para continuar en la Casa Blanca cuatro años más.
Con Trump no habría habido guerra en Irak ni imperialismo neoconservador. A diferencia de Bush, Trump no habría hecho caso ni un segundo a los discípulos de Leo Strauss. Tampoco el desastre de Libia y Siria, causados por la debilidad de Obama, sólo bueno para hacer discursos. Con Obama tuvimos ocho años de guerras. Con Trump, ni uno.
Con Trump, las minorías negra e hispana han conseguido sus mejores resultados económicos, con récords históricos en términos de empleo y salarios. Trump ha demostrado que el capitalismo es la mejor vía para la justicia social, apartando a las minorías de las vías del victimismo moral y el parasitismo subvencionador a que las condena la izquierda con sus recetas de discriminación positiva y paternalismo estatal. Comparen el Standard and Poor’s con el IBEX 35 en el mismo período. Decía Clinton, “es la economía, estúpido”.
Con Trump se han conseguido los mejores acuerdos de pacificación con potencias peligrosas como Irán y Corea del Norte. Sobre todo han sido importantes los acuerdos que se han suscrito entre Israel y varios países musulmanes. Un hito simbólico fue que la embajada de EEUU en el Estado judío se trasladase a Jerusalén, con lo que se envió un mensaje contundente de que los Estados Unidos de Trump no se iban a dejar achantar por amenazas y terroristas, deslavazando así el apaciguamiento diplomático tan desastroso, de Neville Chamberlain a Javier Solana.
Con Trump, la izquierda ha alcanzado niveles de paroxismo e histeria como no se veían desde Ronald Reagan. Lo menos que le han dicho es que es como Hitler. Se han inventado y jaleado conspiraciones ruso-judeo-masónicas y le han lanzado un misil patético en forma de impeachment. Todo ello lo ha sorteado Trump con humor y muchos tuits. No ha eliminado libertades democráticas básicas, como pronosticaban los tabloides New York Times y Washington Post, pero sí que ha cambiado el Tribunal Supremo respetando las normas procedimentales (a diferencia de lo que hizo Roosevelt) y proponiendo a los mejores jueces. Cuando ha nominado a una magistrada impecable, Amy Coney Barrett, el silencio de las feministas de izquierdas ha sido estruendoso debido a que Trump no la ha elevado al Supremo ni por imperativos de cuota ni por discriminación positiva. Una mujer valorada sólo por sus méritos profesionales es más de lo que pueden soportar Carmen Calvo, Irene Montero y Judith Butler.
Con Trump, la política ha dejado de ser el imperio de la hipocresía y el reinado de la retórica delicuescente. En lugar del estilo Obama, ni una mala palabra, ni una buena acción, Trump se ha empeñado en llamar al pan, pan, al vino, vino y a los terroristas, terroristas. Algo sumamente embarazoso para una izquierda acostumbrada a los eufemismos para encubrir sus crímenes políticos y sus afinidades totalitarias. Una vez más, intelectuales y artistas de izquierda, como Bruce Springsteen, han anunciado que si gana Trump se exilian. Pero no a Venezuela, ni siquiera a Noruega, sino a la muy liberal-conservadora y capitalista Australia de Scott Morrison.
Con Trump, los movimientos subversivos de la izquierda, que encubren con hábitos posmodernos la tradicional lucha de clases marxista, han encontrado la horma de su zapato. Trump, a diferencia de la habitual derecha a la que estamos acostumbrados en España, no se deja avasallar ni impresionar por la jerga de movimientos espurios como el Black Lives Matter o el MeToo, que banalizan la lucha por los derechos sociales de negros y mujeres para atacar al sistema liberal. Ni entra en su juego minado de trampas, como la pregunta de si va a respetar el resultado de las elecciones. Contestase lo que contestase, lo manipularían. Además, de esta manera deja que la izquierda ponga de manifiesto su impulso reprimido de salir a las calles a incendiarlas (tienen práctica) por no aceptar una reelección de Trump.
Con Trump, el “Estado profundo” norteamericano ha dejado de manipular la democracia americana. Una serie izquierdista como La ley de Comey muestra sin disimulo cómo incluso el FBI se posicionó a favor de Hillary Clinton en el escandaloso asunto de los emails que envió fuera de los canales oficiales cuando era secretaria de Estado. Es rocambolesco ver a la plana mayor del FBI derramando lágrimas porque Trump había ganado las elecciones. Pensaban que habían hecho lo suficiente para derrotar a Trump y hacer ganar a Hillary Clinton pero se quedaron cortos (desde McCarthy, la industria cinematográfica no había estado tan sometida a una ley de silencio ideológico como la que imponen ahora los gurús mediáticos).
Con Trump, la prensa norteamericana de izquierdas ha caído a unos niveles ínfimos llevada por su odio contra el presidente y las prisas que le han entrado por reescribir la Historia. Véase el orwelliano proyecto del New York Times para llevar a las escuelas el relato de que los EEUU no empezaron como nación en 1776 sino en 1619, coincidiendo con la llegada del primer esclavo. Contra este intento de enfangar la Historia y tergiversar la memoria de los grandes hombres que hicieron posible su país, Trump ha respondido con un Make America Great Again que sitúa en primer lugar los grandes valores constitucionales de Estados Unidos y a los héroes políticos que lo hicieron posible, de Jefferson a Lincoln, y que ahora pretenden derribar los radicales de ultraizquierda.
Con Trump, el adoctrinamiento en las instituciones educativas tiene visos de tocar a su fin. La mayor parte del profesorado es de izquierdas y confunde las cátedras con púlpitos, desde los que predican el alarmismo climático, el feminismo de género y la teoría racial radical. Por el contrario, Trump pretende reivindicar valores como el honor, el mérito y la patria (que deberían ser transversales a todas las ideologías), además del respeto por los símbolos nacionales, que la izquierda ha convertido en fuente de división social.
Con Trump está garantizado, dentro de lo probable, que el candidato presidencial será el presidente. No sólo porque ha resistido bastante bien la embestida del covid19 –a pesar de los rumores que propagó la prensa de izquierdas de que se estaba muriendo y, más tarde, de que todo había sido un montaje–, sino porque se le ve en plena forma a sus setenta y tantos. Sus críticos insisten en su dieta a base de hamburguesas, pero silencian que practica asiduamente el golf (salvo para demonizar el golf como un deporte de ricos, viejos, blancos y obesos). Por el contrario, Biden está en las últimas. Senil y cansado, incluso Vargas Llosa sugiere que Kamala Harris será la que probablemente tome el mando a las primeras de cambio.
Vargas Llosa se declara simpatizante del Partido Republicano en su versión Ronald Reagan. Cabe recordar que sobre Reagan decían cosas semejantes, si no más duras. En mi caso, soy simpatizante del Partido Libertario de allí, con lo que la dupla Trump-Biden me parece la cara y la cruz de una misma moneda. Sería ingenuo por mi parte esperar que la moneda saliese de canto en las elecciones, pero al menos sí que espero que sea el voto liberal en Estados Unidos, con mucho más conocimiento in situ de lo que está pasando allí, el que decida la elección, por acción u omisión, entre republicanos y demócratas.
A diferencia de Vargas Llosa y su fatal arrogancia para juzgar lo que decidan los norteamericanos, sospecharé que han elegido bien y que soy yo el que, como siempre, está equivocado.