En los institutos públicos, la única recomendación que suele hacerse sobre indumentaria es que se vista con decoro, "comportamiento adecuado y respetuoso correspondiente a cada categoría y situación", dice el DRAE. Una definición bastante ambigua. En una ocasión le hice notar discretamente a una alumna que se le veía el tanga y me contestó sin pestañear que ya lo sabía. Digamos que lo de "comportamiento adecuado y respetuoso" se ha venido relajando, de manera que la sociedad occidental se parece más a un capítulo de Star Trek.
El último desafío a las normas establecidas de vestimenta viene por parte de religiones ajenas al canon occidental. Así, los sijs siguen un credo derivado del hinduismo que obliga a los hombres a llevar turbante, lo que ha conducido a que en Gran Bretaña y Canadá los policías de dicha religión puedan sustituir el casco habitual por su turbante. En cuanto a las mujeres, el caos es absoluto al entrar en juego las musulmanas. Cuando todavía estábamos discutiendo en qué playas se permitiría ir en tetas (nada de anglicismos), nos llegan unas musulmanas que se enfundan el burkini, una prenda para bañarse que cubre desde los tobillos hasta la cabeza y que le parecería estupenda tanto al ayatolá Jomeini como a la reina Victoria de Inglaterra.
Naturalmente, hay ciertas diferencias, porque mientras que no hay ninguna evidencia de que las mujeres que optan por medio desnudarse en las playas se vean obligadas a ello, es sabido que los islamistas obligan a las mujeres a alicatarse textilmente hasta la cabeza siguiendo su machista y misógino régimen. Pero también hay evidencias de que hay mujeres que visten dichas prendas porque les da la santa y real gana. Por ejemplo, la jugadora egipcia de voley-playa que saltó a jugar a las desinhibidas arenas brasileñas de las Olimpiadas tapada hastas las orejas, en fuerte contraste con las wagnerianas jugadoras alemanas, que lucían unos diminutos bikinis. La voleyplayista Doaa Elghobashy se ha quejado de que también la habrían criticado ciertos sectores de su país si hubiera llegado a jugar con bikini, pero ella pasa de todos
Estoy orgullosa de mi hiyab. Ellas juegan con bikini y nosotras con hiyab, pero somos como todo el mundo. Yo respeto a todos. No me importa cómo se vistan para jugar.
¿Tienen derecho las mujeres musulmanas a vestir burkini?, se pregunta Carmelo Jordá, que argumenta estupendamente que no, a propósito de la prohibición de lucir prendas vinculadas con la religión en algunas playas francesas. Dentro del paradigma que establece como principio de la justicia política la libertad de las mujeres, sea cual sea su religión e ideología, yo creo que sí tienen derecho a bañarse como quieran, ya sea en tetas, con bikini, con burkini, con hábito de las carmelitas descalzas o con la camiseta del Real Madrid. Como ha señalado la publicación católica La Croix,
En Francia, la libertad es la regla. Las restricciones policiales son la excepción. Los individuos son libres de vestir en las playas como deseen de acuerdo al pudor y las buenas costumbres (lo que no cumple el exhibicionismo sexual). Si aplicamos el decreto tal cual, se podría prohibir igualmente a los sacerdotes con sotana, los judíos con kipá o al mismísimo Papa.
Porque el prohibicionismo laicista de la república francesa lleva a que ni las musulmanas en burkini ni las monjas en hábito o los de hare krisna con sus túnicas azafrán puedan pisar las laicas arenas. De lo que se trata, por tanto, no es del concreto derecho de las mujeres musulmanas a vestir el burkini, sino del abstracto a la libertad de expresión y el libre desarrollo de la personalidad, lo que en este caso se une a la libertad ideológica y religiosa. Que, por supuesto, están vinculadas al mantenimiento del orden público. Que en Francia se establezca una prohibición (temporal) del burkini y demás vestimenta religiosa por una cuestión de seguridad pública en tiempos de atentados terroristas y altercados con heridos es tan legítimo como discutible. Pero ello no es óbice para reconocer a las musulmanas beatas, a las cristianas discretas, a las ateas pudorosas o a las temerosas del cáncer de piel el derecho a vestir cualquier prenda que no por inusual sea compatible con el decoro y el pudor. Según Aheda Zanetti, el inventor del burkini, cerca del 50% de su producción se vende a no musulmanes de todo el mundo. Por cierto, cuanto más se prohíbe, más se vende, por el efecto Streisand. Que Zanetti venda birkinis en nombre de "la libertad, la flexibilidad y la confianza" hacen de él un gran bromista (cínico), pero también un gran innovador que se está haciendo de oro.
De hecho, el burkini permite a muchas mujeres socializar de una manera que con otra prenda les sería imposible, dada las restricciones culturales a las que se ven sometidas. Restricciones que también padecen las cristianas y las judías más ortodoxas con el uso obligatorio de la falda, porque (Deuteronomio, 22:5) "no vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque la abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace".
En una sociedad liberal, se trata de perseguir a los criminales que fuerzan a las mujeres contra su voluntad, de la prostitución al burka. Pero también se tolera, aunque ni lo respetemos ni nos guste y lo critiquemos, a las que eligen libremente ejercer de hetairas o vestir burkinis. La solución liberal a este tipo de conflictos pasa por apostar por la espontaneidad social, basada en el debate y el ejemplo. Y en la corrosión de los dogmas a través del comercio libre, el consumismo materialista y la mezcla social. Por eso iniciativas como las de Uniqlo, H&M, DKNY, Mark & Spencer o Dolce & Gabanna diseñando ropa islámica a la moda ejercen de disolventes respecto del origen misógino de dichas prendas, arrancando el poder de decisión de las imposiciones religiosas de los hombres al gusto estético de las mujeres. El shopping islámico es una arma del capitalismo cultural y del feminismo liberal contra los imperativos machistas musulmanes. La mejor manera de subvertir el control misógino es enseñorear a las musulmanas para que personalicen dichas vestimentas con la promiscuidad típica de la industria textil. Una musulmana fashionista, una hiyabista, es un caballo de Troya dentro de la ciudadela islamista. Cuando se quieran dar cuenta los musulmanes machistas, sus hijas habrán combinado el velo incrustado de cristales de Swarowski con la minifalda de Coco Chanel.