Cuando fallece un hombre público, todos recuerdan sus logros y sus éxitos. Es fácil celebrar los logros materiales, que todos pueden ver: las grandes empresas, las donaciones generosas, la amistad y el respeto de los más poderosos. Sin embargo, se olvidan los detalles, los momentos fugaces en que la personalidad supera al personaje y en que sólo se recuerda el amor, la amistad, la cercanía o el abrazo.
Evoquemos, pues, a Mauricio Hatchwell Toledano tratando de abarcar en unas líneas una vida prodigiosa. Nacido en Casablanca (Marruecos), en él concurre la tradición judía sefardí, que es en sí misma un crisol. Este empresario audaz lo mismo bromeaba en francés que se indignaba en español y sonreía en todos los idiomas. Hay hombres que encierran en sí un modo de estar en el mundo, mejor dicho, de ser ciudadanos del mundo en un sentido pleno. Desde Israel y España a China y los Estados Unidos, Mauricio Hatchwell arriesgó su patrimonio, emprendió, creó empleo y riqueza. Hasta hace muy poco, seguía dando consejos y haciendo observaciones sobre economía y empresa con la autoridad que da haber desembarcado en Asia cuando casi nadie se atrevía. De haber nacido en el siglo XVIII, Mauricio Hatchwell hubiese cruzado los siete mares, bordeado el Cabo de Hornos, el de Buena Esperanza y, encima, hubiese creado la Asociación de Navegantes Sefardíes Españoles con delegaciones en Hong-Kong, Haifa, Nueva York y Marbella y domicilio en Madrid (para dejar las cosas claras).
Porque Mauricio Hatchwell podía hablar muy claro. Lo mismo se enfrentaba a un ministro poderoso que lo saludaba con el respeto que merecía. Como conocí las dos cosas, puedo contarlo. Nada español le era ajeno y todo lo judío le era propio. Se comprometió por España, por Israel y por todo aquello en lo que creyó: desde la compra de objetos para el Museo de la Comunidad Judía de Madrid o el de la de Girona hasta la financiación del Colegio Estrella Toledano –que lleva el nombre de su adorada abuela– o el Cementerio Judío de Hoyo de Manzanares. Muchos le agradecen el pago de los gastos médicos de personas enfermas o la ayuda a asociaciones, fundaciones y agrupaciones, desde la del Padre Arrupe en España a Morashá en Israel; la lista sería interminable. Cuando no era suficiente su ayuda, siempre sabía convencer a amigos para que se uniesen a su causa. Algunos mencionaban su nombre como un talismán, como un conjuro, como un bálsamo que todo lo curase. Y es que realmente Mauricio Hatchwell parecía eterno, incombustible, inagotable, imparable... Igual deberíamos ponerle su nombre a un viento o a una danza porque amó la vida haciendo honor al brindis que la exalta en hebrero ¡Lehaim!
Le tocaron tiempos difíciles para los empresarios y para los judíos pero a Mauricio Hatchwell no lo paralizaba el miedo ni lo disuadía la falsa prudencia. En 2006, Israel libraba una guerra contra la organización terrorista Hizbolá. El presidente había hecho unas declaraciones condenando la fuerza abusiva de Israel pero no el terrorismo de Hizbolá ni el secuestro de los soldados israelíes a manos de los terroristas. Entonces, en un acto público con el ministro Moratinos, tomó la palabra para criticar al Gobierno, que había condenado a Israel pero no a sus agresores: "Son declaraciones antiisraelíes y antisemitas y no las podemos aceptar". Moratinos enfurecido le replicó: "No voy a tolerar, como Gobierno socialista y Gobierno español, que indiques públicamente que el presidente del Gobierno es antisemita", y siguió el ministro: "Que sea la última vez que denuncies, condenes y te expreses públicamente de esa manera". Por supuesto, pasado el enfado, el Gobierno tuvo que rectificar condenando las acciones de los terroristas. Algunas semanas más tarde, Moratinos le escribió para felicitarle por el nacimiento de su nieto Dayán. Si algo le sobraba a Hatchwell era la generosidad con todos.
Son muchas las familias judías y gentiles que gozaron de la amistad de este activista en pro de Israel, de España, de la memoria de la comunidad judía y de tantísimas otras cosas. Algunos le agradecen su apoyo cuando llegaron a España de allende el Atlántico. Otros recuerdan que la suya fue la primera casa a la que los invitaron cuando ninguna puerta se abría. A veces, a este hombre le salía una sonrisa que parecía un abrazo. Recibió el premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1990 y la encomienda de número de la Orden de Mérito Civil, que le fue concedida en 1999. En 1995, Isaac Rabín ya le había concedido el Premio Jerusalén 3000.
Mauricio Hatchwell ha dejado un legado de obras en vida que trascenderá, sin duda, su ausencia. Enseñó a sus hijos la importancia del compromiso y del esfuerzo, del valor y de la firmeza en las convicciones y llegó a ver cómo destacaban en el liderazgo judío y la actividad empresarial. Quien vea su foto habrá de recordar al mecenas que ayudaba a fundaciones y universidades, al empresario audaz, al sionista decidido y al hombre enamorado de la vida. Nunca se disculpó por ser judío ni sionista pero jamás se creyó mejor que los demás por serlo. Entre sus amigos había socialistas y conservadores, judíos y gentiles, españoles, israelíes y de medio mundo. Hasta sus críticos –todo hombre público los tiene– lo respetaban. Hay quien pudo tratar a un ser querido o curarse en el extranjero gracias a su ayuda.
En los últimos días, los teléfonos de sus hijos se han colapsado de llamadas y mensajes. De todas partes han llegado condolencias y recuerdos. Políticos, empresarios, profesionales y amigos de la familia lamentando su ausencia junto con muchas, muchísimas personas a quienes no llegó a conocer personalmente pero que elevan una oración en su recuerdo. Aquellos que no pudieron darle un último adiós, abrazan a su familia que, de algún modo, continúa su obra y conserva su legado.