Si el infierno iraquí le preocupa, el horror de Siria lo desvela y el laberinto yemení lo perturba, espere a adentrarse en la pesadilla libia. Libia limita con Túnez, donde comenzaron las primaveras árabes, Argelia –que resiste con sus reservas de gas y su presidente de 77 años que lleva en el poder desde 1999– y Egipto, donde Al Sisi ha declarado la guerra a los islamistas. Definitivamente, Libia, con una extensión tres veces y media la de España y una población de algo más de seis millones de habitantes, está en un vecindario complicado.
El estallido de las revueltas contra Gadafi, la guerra civil, el acorralamiento de los rebeldes y su inminente derrota, la intervención internacional, la huida del dictador, su linchamiento, el caos constante… Admitamos que nadie ha sabido gestionar los acontecimientos de los últimos cuatro años. Sí, ha habido donaciones, apoyo internacional, unas elecciones –el 7 de julio de 2012– y un Parlamento con una atomización que lo hace ingobernable. El proceso de depuración post Gadafi –representado por la Ley de Aislamiento Político y Administrativo- ha generado una fractura entre los partidarios del líder muerto y las nuevas autoridades. Las minorías amazigh, tebu y tuareg han boicoteado la comisión constitucional que debe redactar la nueva norma fundamental del Estado. La producción de hidrocarburos –que se había hundido por la guerra– no termina de recuperarse. Ha habido protestas, bloqueos de puertos y un caos generalizado. Ahora mismo hay dos Gobiernos, varias milicias, células terroristas, un general rebelde con su propio ejército y señores de la guerra que controlan distintas zonas del territorio. El 25 de junio hubo elecciones y el Gobierno que ha salido de ellas está exiliado en Tobruk, mientras que el saliente, que aguanta en Trípoli, ha nombrado 14 ministros.
Al caos político se suma la violencia. Las milicias –permítanme el sustantivo para definir un abanico que va desde las bandas de los señores de la guerra hasta partidas guerrilleras– se dividen entre las nacionalistas de la ciudad de Zintán, apoyadas por Egipto, los Emiratos Árabes Unidos y, tácitamente, Arabia Saudí, y las islamistas, que incluyen desde algunas de las 140 tribus del país hasta yihadistas llegados de Siria. Por otra parte, el general Jalifa Haftar dirige el Ejército Nacional Libio en su lucha contra los yihadistas de Ansar Al Sharia. Simplificando –tal vez demasiado–, podríamos decir que las tropas del nuevo Gobierno y el nuevo Parlamento refugiado en Tobruk luchan contra los islamistas del antiguo Parlamento y el Gobierno por él nombrado que resisten en Trípoli. Si lo tiene claro, oscurezcámoslo: Egipto y los Emiratos bombardearon en agosto –según fuentes estadounidenses– posiciones de las milicias islamistas, pero ninguno de los dos países lo ha reconocido.
Si usted es español y cree que esto no le afecta, se equivoca. En Madrid se acaba de celebrar la Conferencia sobre la Estabilidad y el Desarrollo en Libia, organizada por el Gobierno de Mariano Rajoy y a la que han asistido representantes de 15 países, la Unión Europea, la Unión Africana, la Unión por el Mediterráneo y la Liga Árabe, así como el representante de la ONU para Libia, Bernardino León. El ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno libio recién elegido, Mohamed Abdelaziz, ha pedido ayuda tecnológica y armas para luchar contra el yihadismo. Sin embargo, los vientos de la diplomacia española parecen soplar en otro sentido.
El Gobierno español se ha comprometido a mantener abierta la embajada pero ya ha habido repatriaciones voluntarias de nacionales. El ministro español de Exteriores, José Manuel García-Margallo, ha insistido en que la solución al conflicto no es militar y en que son los libios –contando con la colaboración de la comunidad internacional– quienes deben resolver su propia crisis.
La cumbre ha terminado sin ningún compromiso concreto, pero España ya ha ido dando algunos pasos, en colaboración con Francia y Marruecos, para seguir de cerca la evolución de los acontecimientos. En realidad, desde hace algunos meses, y especialmente tras la última cumbre de la OTAN, el avispero libio y la posibilidad de que haya que intervenir en él ha limitado la capacidad del Gobierno español de asumir compromisos más decididos en otros escenarios, como el sirio. La hipótesis de que los islamistas se impongan y controlen el Estado preocupa en Rabat, Argel, París y Madrid no solo por el avance del yihadismo, sino por los recursos naturales que controlarían los islamistas y la crisis migratoria que podría desencadenarse.
Sin duda, España debe comprometerse con Libia, pero ser el quinto donante de fondos y la colaboración cultural parecen insuficientes. El fantasma de una guerra impopular, el coste de una intervención militar y el riesgo que siempre existe de que haya bajas propias endurecen el desafío para un Gobierno que tendrá dos citas electorales en 2015.
© elmed.io