En lo que va de 2016, Turquía ha sufrido, al menos, un ataque terrorista al mes. En junio hubo dos. En enero, un suicida asesinó a 10 personas en Sultanahmet. En febrero, cerca de Ankara, una bomba mató a 28. En abril, otro suicida hirió a siete. En mayo, un atentado con bomba contra la comisaría central de Gaziantep mató a dos agentes e hirió a 23. El 7 de junio, una bomba mató a siete policías y a cuatro civiles e hirió a otras 36 personas. El atentado del pasado 28 de junio contra el aeropuerto internacional Atatürk de Estambul dejó el terrible balance de más de cuarenta muertos.
¿Qué está pasando en Turquía?
Recep Tayyip Erdogan viene rigiendo los destinos de la República de Turquía desde hace más de una década. Entre 2003 y 2014 fue primer ministro, y desde hace dos años es el jefe del Estado. Su estilo político combina el populismo, el llamado islamismo moderado -aunque lo es cada vez menos- y el efectismo. Erdogan ha tratado de situar la República que fundó Ataturk a la cabeza del mundo islámico y ha disputado el liderazgo del mismo al reino de Arabia Saudí y a la República Islámica de Irán. No ha habido contencioso, conflicto ni disputa en que Ankara no haya tratado de intervenir, tomar partido o sacar ventaja. Su posición como aliado estratégico de los Estados Unidos, miembro de la OTAN y eterno candidato a entrar en la Unión Europea le brinda bazas para el triunfalismo o el victimismo, según convenga.
Así, Erdogan ha hecho de la ambigüedad un arte. Por un lado, su asistencia a los millones de refugiados sirios que huían de la guerra en el país vecino le granjeó ciertas simpatías por el esfuerzo que suponía. Sin Turquía, la crisis humanitaria hubiese adquirido proporciones aún mayores. Esto, naturalmente, le permitió afrontar las negociaciones con la Unión Europea acerca de los refugiados en Idomeni desde una posición de ventaja. Era solo un ejemplo de lo que podía ocurrir si Turquía abría las fronteras.
Por otro lado, sin embargo, cierta flexibilidad a la hora de hacer frente al Estado Islámico y otras organizaciones terroristas le granjeó críticas de sus aliados occidentales. Tal vez todo comenzó cuando se aproximó a Hamás, en su búsqueda de popularidad en el mundo islámico, donde la llamada causa palestina ha servido durante décadas para ganar prestigio sin demasiado esfuerzo. El distanciamiento próximo a la ruptura con Israel, que se remontaba al año 2010, con el incidente del Mavi Marmara y la flotilla rumbo a Gaza, fue un error de cálculo cuyas consecuencias se han ido haciendo harto visibles. Al final, las relaciones diplomáticas con Israel son más valiosas que los gestos para la galería.
Cuando comenzó la guerra en Siria, Ankara vio una ocasión perfecta para acabar con el régimen de Asad por medio de los insurgentes, que en un primer momento eran una galaxia de organizaciones que terminaron absorbidas o barridas en su mayor parte por el Estado Islámico en Irak y Siria o grupos como Jabat al Nusra. Por aquel entonces, la ciudad turca de Kilis, por ejemplo, era un lugar de tránsito habitual para miles de jóvenes deseosos de enrolarse en las filas de los grupos que luchaban contra Asad. Estos suníes, movilizados por la propaganda a través de internet y enardecidos por las atrocidades cometidas por el Ejército sirio, tuvieron paso franco y facilidades para cruzar la frontera. El territorio turco fronterizo con Alepo e Idlib era un colador para miles de muchachos que terminaron alistados en Daesh y otras organizaciones terroristas.
A esto se sumó el escándalo del contrabando de petróleo de los campos que el Estado Islámico explota y que envía a Turquía. En diciembre de 2015 la agencia de noticias noruega Klassekampen publicó un informe que denunciaba el tráfico ilegal. Cuando el nombre de Bilal Erdogan, uno de los hijos del presidente turco, apareció entre los sospechosos de participar en el negocio, se desató una oleada de indignación entre los aliados occidentales. Parte de la estrategia de las coaliciones que combaten contra el ISIS es privar a la organización de sus recursos económicos. El contrabando de petróleo deja a los yihadistas unos 500 millones de dólares al año. Las sospechas sobre el hijo de Erdogan eran gravísimas.
Ankara debía dar pruebas fehacientes de su compromiso contra el Estado Islámico. Las fronteras dejaron de ser porosas. Hubo detenciones de terroristas en suelo turco. Los atentados de París (noviembre de 2015) y Bruselas (marzo de 2016) fueron la gota que colmó el vaso. A partir de noviembre del año pasado las cosas se pusieron muy difíciles para los amigos del Estado Islámico en Turquía. Los terroristas han respondido con una estrategia que combina dos tácticas: atentados que dañen la industria turística y una ausencia de reivindicaciones que arroje sombras de duda sobre la autoría. Así, por ejemplo, la división entre turcos y kurdos se hace cada vez más profunda. Los precedentes del terrorismo del Partido de los Trabajadores del Kurdistán y la represión por parte del Estado abonan todas las teorías de la conspiración sobre atentados de falsa bandera. El ISIS también practica la guerra psicológica.
Erdogan está tratando de reconducir una política exterior que ha resultado fallida, ha provocado el distanciamiento de sus aliados y fortalecido a sus rivales. Por lo pronto, se ha reconciliado con la Federación Rusa y el Estado de Israel. Las críticas que ha sufrido por los fallos de prevención y seguridad han desatado una polémica muy agria en un país donde la oposición ha demostrado que puede enfrentarse a Erdogan y sobrevivir. El presidente es fuerte, pero no invulnerable.
Es de prever que los ataques terroristas continuarán, pero es muy difícil aventurar si podrán hacer que la nueva estrategia del presidente descarrile. Hasta ahora, no ha logrado que Ankara se desvíe del nuevo rumbo que ha adoptado. Sin embargo, nada es definitivo en la Turquía del Partido Justicia y Desarrollo. Tal vez lo único constante sea que es imprevisible.