Erdogan ha vencido de nuevo. El intento del golpe de Estado que, hace apenas veinticuatro horas, protagonizó un sector del ejército turco ha fracasado gracias a la intervención de las masas y a la firmeza del presidente y del primer ministro Yildirim. El último bastión del laicismo característico de la Turquía que fundó Mustafa Kemal Atatürk en 1923, ha sufrido una derrota de la que podría no recuperarse. La oleada de detenciones en las horas posteriores a la asonada y la promesa presidencial de "limpiar" el ejército solo permiten augurar una persecución durísima de los golpistas y sus apoyos. Es inevitable recordar la operación policial y judicial contra la llamada Red Ergenekon (2007), una pretendida conspiración de políticos, militares, policías, sindicalistas y profesores de ideología nacionalista.
Sin embargo, sería un error pensar que esta noche se ha impuesto la democracia y la libertad. Por desgracia, hace tiempo que el presidente ha ido alejándose de estos valores para acercarse al islamismo cada vez menos moderado, menos democrático y más autoritario.
En realidad, Erdogan ha ido alcanzando cotas de poder cada vez mayores por medios democráticos para después ir gobernando el país con mano dura. La represión de las protestas de la plaza Taksim y la lucha para controlar los mensajes opositores difundidos por redes sociales, han sido solo dos ejemplos de cómo el presidente se sirve de la democracia como método para acceder a las magistraturas -la presidencia del gobierno, la jefatura del Estado- pero no como sistema de valores. Sin este endurecimiento de la orientación islamista de la política turca, es incomprensible la firmeza de la oposición laica de derecha e izquierda.
He aquí una triste constatación de la Turquía actual: la división social entre laicistas e islamistas, entre habitantes de las ciudades y el campo, entre las clases populares y la élite cosmopolita.
Por otra parte, se ha sentado un precedente peligroso: las masas islamistas son ahora un jugador político más, como el ejército o los estudiantes, y gozan de la legitimidad que les da haber salvado al régimen. Ahora podrán intervenir como "salvadoras de la patria" al margen de las instituciones. Debemos detenernos en esto un momento: el golpe de Estado no ha fracasado porque las instituciones hayan resistido, sino porque el gentío ha salido al paso.
Han perdido quienes, durante casi un siglo de kemalismo, han representado la modernidad, el laicismo y la europeidad del sistema republicano turco. Los garantes del proyecto de Atatürk han sido detenidos, golpeados, arrestados y vapuleados por los partidarios de un presidente nacionalista cuyo referente es más el imperio otomano que la república.
Erdogan puede estar satisfecho del desenlace de los acontecimientos. Ahora se le ha brindado la ocasión de purgar las fuerzas armadas. Los partidos de la oposición no se han atrevido a apoyar un golpe que no deja de ser algo extraño y desconcertante. Las acusaciones contra el movimiento Hizmet y su líder, Fethullah Gülen, que ha condenado el golpe, son el primer paso de una ofensiva contra esta organización religiosa opositora.
De todos modos, quedan muchas preguntas por responder acerca del golpe. Por ejemplo, cuál era el equilibrio de fuerzas en el seno de los sublevados. Entre ellos hay kemalistas y gülenistas, que comparten la oposición a Erdogan pero no tienen un proyecto político común. El uso de la violencia no ha sido hasta ahora el estilo de Hizmet, que se ha venido decantando por la influencia y el uso de los medios de comunicación. Hay algunas cosas que no terminan de encajar, aunque es pronto para sacar conclusiones.
La tensión política en Turquía no ha terminado. En realidad, quizás no haya hecho más que entrar en una nueva fase.