La primera y más evidente es que el Partido Popular ha ganado las elecciones de 2015 con una mayoría claramente insuficiente para gobernar en solitario y con un Parlamento en el que es complicado que se conformen mayorías alternativas. Esta fragmentación exige de verdad una nueva forma de hacer política que permita superar el maniqueísmo. Una forma que atienda a los hechos y que se inspire en un pragmatismo bien entendido, que sirva para afrontar sin sectarismo los problemas esenciales de España.
Nuestros representantes deberían en las próximas semanas hablar de esos problemas y de las propuestas concretas, sin abstracciones, para solucionarlos. De esas conversaciones debería salir una mayoría suficiente. Esa mayoría debería estar encabezada por una persona independiente que concite suficientes apoyos, ya que difícilmente Rajoy podrá lograr el consenso para repetir, por su escuálido resultado electoral, y ejecutar un programa reformista con medidas concretas que dé estabilidad al país, al menos durante un par de años.
Ese programa debería centrarse en el crecimiento económico; en el reparto justo de los costes del ajuste, que hasta ahora han pagado los más humildes y la clase media con más pobreza y estancamiento social; en nuestra posición en Europa para impulsar políticas que sirvan a los intereses de los veintiocho Estados y no de unos pocos, en la respuesta al secesionismo catalán y en las reformas institucionales que mejoren la eficiencia del Estado y mejoren su calidad democrática.
La segunda consecuencia es la necesidad de que en esos acuerdos se cuente con los nuevos actores políticos, incluido Podemos. No se puede obviar que ha obtenido más del veinte por ciento de los votos y que representa a más de cinco millones de españoles. Sería un grave error demonizarlos, a no ser que queramos incrementar la fractura social en nuestro país.
Finalmente, la tercera consecuencia se refiere a UPyD. Un partido que nació hace ocho años porque quienes lo crearon diagnosticaron con clarividencia que el sistema político tradicional español no daba respuesta a los principales problemas de sus ciudadanos, como se ha comprobado en estas elecciones. Que hizo un análisis certero de esos problemas y que propuso temas y soluciones, entre ellas la necesidad de una reforma constitucional, que ahora están en la agenda política de todos. Que ha trabajado con rigor y sin sectarismo en las instituciones, renunciando a los repartos y a la ocupación de la justicia, de las televisiones públicas, de los organismos reguladores… Que con sus acciones –brillantemente dirigidas por Andrés Herzog en los tribunales– ha puesto al descubierto que la corrupción en España es estructural, afecta al núcleo del poder político y económico y supone un grave lastre para el crecimiento. Pero también es un partido que no ha tenido suficientes votos en las tres últimas citas electorales, a pesar del gran esfuerzo realizado, y ha quedado fuera de la mayoría de las instituciones, incluido el Congreso de los Diputados. Por ello, creo que lo mejor sería abrir un periodo de reflexión sobre la conveniencia de que UPyD ponga fin a su actividad, disolviéndose. Ha hecho grandes cosas por el país y su democracia. Una más será demostrar que se puede decidir poner punto y final democráticamente entre todos los afiliados.
No olvidemos que un partido no es más que un instrumento al servicio de los ciudadanos, y cuando se llega a la convicción de que ya no se puede servir a ese fin, lo mejor es no continuar. El proyecto, las ideas, la buena gente que las ha impulsado siguen vigentes y han marcado la política en España. Ese es su mayor triunfo.