México celebró ayer el mayor proceso electoral de su historia. Más de 93 millones de ciudadanos estaban llamados a las urnas para renovar íntegramente la Cámara de Diputados y elegir a los gobernadores de 15 de los 32 estados, a los gobernantes de la práctica totalidad de los municipios (1.926) y a más de 1.000 diputados locales. La participación, que ha superado el 50%, es la segunda más alta de la historia y refleja el interés de un proceso en el que, a pesar de no elegirse al presidente, todo ha girado en torno a él.
Con la violencia disparada, con una media de 100 muertos diarios y una impunidad generalizada, la economía en caída libre y una serie de tragedias, como la del metro de Ciudad de México, han sido unos comicios marcados por el covid-19, cuya gestión ha sido un fracaso integral (pero el inicio de la vacunación ha llevado los primeros rayos de esperanza); la violencia política impune, que se ha cobrado 89 víctimas –de las que 35 eran candidatos– sin que se haya esclarecido un solo caso; y la figura del mandatario, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), un presidente tenido por personalista, arbitrario y autoritario, que quizás para evitar que lo anterior fuera el tema de la campaña, se ha esforzado por ser el gran tema de la jornada.
Así lo asumió la oposición, que no dudó en formar una coalición antinatura, Alianza Va México, con tres partidos de ideologías contrapuestas (PRI, PAN y PRD), para frenar la deriva autoritaria del presidente. En cuanto al propio AMLO, no dejó de intervenir activamente en el proceso, rompiendo un principio institucional básico consagrado en el art. 134 de la Constitución del país. Las elecciones protagonizaron 40 intervenciones públicas del presidente, que invirtió más de 13 horas en hacer proselitismo desde el sillón presidencial, , habitualmente en forma de ataque a los rivales de Morena, su movimiento político.
La consiguiente división en dos bloques, con el movimiento lopezobradorista aliado al Partido del Trabajo y el Partido Verde (Juntos Haremos Historia), generó una polarización tremenda. Aunque el de la polarización es un fenómeno global, en México adquirió características propias, prácticamente referendarias, pues se trataba de situar al electorado ante la tesitura de elegir entre democracia y dictadura (Va por México) o entre pasado corrupto y transformación (Juntos Haremos Historia).
Cuando venció en las presidenciales, López Obrador fue recibido con entusiasmo y, aunque ha sido objeto del desencanto de buena parte de la sociedad, sigue conservando la confianza de una buena parte de la ciudadanía. La clave es una simpatía personal sorprendentemente desvinculada de la ineficacia de su Gobierno, asumida –ésta– tanto fuera como dentro de México, y reforzada –aquélla– con una narrativa muy poderosa de identificación con el pueblo que cuestiona a todos los opositores como parte de un pasado que habría que destruir.
Esta división se articula también en torno a la separación entre el voto clientelar de los beneficiarios directos de los programas sociales, que superan los 16 millones, y todos aquellos que sienten cómo esos mismos programas les han perjudicado, un grupo heterogéneo y numeroso que incluiría, entre otros, a la clase media, los funcionarios o los empresarios… que en 2018 votaron mayoritariamente por Morena y ahora se sienten agraviados.
En este equilibrio incierto, Morena y sus aliados han logrado mantener la mayoría absoluta e incrementado su peso territorial, añadiendo otros 10 estados a su lista, pero las expectativas no se alcanzaron y, a la luz de los resultados, parece que el principal objetivo de la oposición, frenar la apisonadora gubernamental, se ha conseguido: las fuerzas oficialistas quedan lejos de la mayoría cualificada de 2/3 (334) que les permitiría introducir cambios profundos en el sistema constitucional.
Se abre ahora un escenario en el que el presidente tiene que optar entre cantar victoria o resucitar su vieja narrativa del fraude y arremeter contra el poder electoral y los medios de comunicación. Algo que podría interpretarse como un paso previo a la realización de cambios profundos en los organismos electorales e incluso en el Poder Judicial.
Llama la atención cómo se han debilitado las candidaturas independientes, tan pujantes hace unos años pero cuyo espacio sigue controlado por Morena. Merece también atención el fenómeno de Movimiento Ciudadano, que optó por una tercera vía, ajena al desgaste de bloques, lo cual no le ha dado mal resultado y pasa a ocupar un papel de bisagra decisivo en cuestiones importantes. La victoria en Nuevo León, la elección más mediática, y el hecho de que ya cuente con un candidato claro para la próxima elección presidencial, el gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, le garantizan un papel relevante en los próximos años.
Son precisamente las presidenciales, para las que quedan aún tres años pero cuya campaña comienza, por así decirlo, ahora, lo que plantea más incógnitas. Hoy está más lejos que nunca el fantasma de la reforma constitucional para suprimir la prohibición de la reelección presidencial, elemento constitutivo del Estado mexicano moderno, y cobra gran importancia la elección del sucesor de AMLO para la perpetuación de su legado, el tradicional dedazo, para el que está muy bien situada Claudia Sheinbaum, aunque el varapalo sufrido por Morena en Ciudad de México puede lastrar sus posibilidades y abrir el camino a Marcelo Ebrand. Sea como fuere, tras esta macrojornada electoral, la pregunta más importante es: ¿qué será de Morena sin López Obrador?