Un senador americano es mucho más que un senador. Y John McCain, exoficial de la Armada, expiloto, exprisionero de guerra en Vietnam, candidato a la Presidencia en 2008 y senador por Arizona desde 1986, era mucho más que un senador: era todo un símbolo de honestidad, coraje, audacia e independencia. Republicano hasta la médula, siempre tuvo a bien defender sus posiciones personales aun cuando discreparan de la línea oficial o le enfrentara directamente con la Casa Blanca. Yo recuerdo muy vivamente su callada crítica a Guantánamo y su más audible oposición al empleo de los llamados interrogatorios reforzados, a los que él calificó pura y llanamente de métodos de tortura, y contra los que luchó mediante la introducción de una legislación específica, en contra de los criterios de la Administración de George W. Bush.
Herido gravemente en julio del 67, en el incendio del portaaviones Forrestal, arrastró severas lesiones producidas en el derribo de su avión unos meses después y por las torturas a las que fue sometido por sus captores del Vietcong. La especial dureza de su cautiverio se explica, en parte, por el hecho de que su padre fuese en esos momentos el jefe de la flota del Pacífico, aunque no desentonaba con el maltrato y las penurias padecidas por muchos otros prisioneros de guerra en manos del Vietnam comunista. Finalmente, fue liberado en 1973. La lista de condecoraciones es demasiado larga como para reproducirla aquí.
Como senador, McCain se construyó una sólida reptación en materia de defensa y política exterior. Se rodeó de expertos y asesores que podrían englobarse bajo la denominación de neoconservadores. Yo llegué a él a través de varios de ellos, como Bill Kristol y los hermanos Fred y Bob Kagan. Convencido hasta la médula de la necesidad del hard power y de unas potentes Fuerzas Armadas, también creía en la tarea de estabilización global de América. Precisamente, en una cena, él y su colega Joe Lieberman me inspiraron un ensayo de 2003 que titulé "La virtud de la hegemonía americana". Él veía con claridad la bondad de la acción exterior norteamericana y las enormes ventajas que habría reportado a todo el mundo. Creía en la democracia y en la exportación de los derechos humanos, y por eso apoyó firmemente la guerra del Golfo en 1991, así como el derrocamiento de Sadam en 2003, aunque criticó la tibieza del Pentágono en la reconstrucción del país. Fue un partidario entusiasta del aumento de tropas autorizado en 2007 por Bush y de perseguir una clara victoria. De ahí también que fuese un ácido crítico de las políticas de Obama en Oriente Medio.
Hace unos diez años McCain creó su instituto para el liderazgo, con sede en Washington DC y orientado a la formación de jóvenes líderes, políticos y empresariales en países emergentes y en transiciones democráticas. Por él han pasado ya cientos de nuevos líderes comprometidos con eso que se llama la Agenda de la Libertad, el imperio de la ley, los valores e instituciones democráticos y tolerantes, una política exterior firme y en defensa de los valores universales de respeto de los derechos humanos y convivencia pacífica.
El instituto organiza todos los años, en el norte del estado de acogida de McCain, Arizona, un encuentro de pensadores y líderes en búsqueda de una discusión innovadora para dar respuesta a los retos de hoy y del mañana. Por Sedona, ciudad cercana a su rancho, han pasado visionarios y militares, empresarios y dirigentes políticos, entre muchos otros. Yo he tenido el privilegio de poder asistir en varias ediciones. Es más, mis últimos recuerdos de John McCain están ligados a sus invitaciones para compartir barbacoa en su rancho, una preciosa propiedad en el condado de Yavapai de cuya riqueza aviaria se mostró siempre orgulloso. Eso sí, el acceso a la propiedad no podía ser más endiablado.
McCain no dejó nunca de buscar nuevas ideas. Se rebelaba cuando se le encasillaba como un republicano malhumorado. Gracias a él pude compartir mesa con un joven Elon Musk que empezaba a pensar en su hoy exitosa empresa SpaceX y la conquista de Marte, o con la deseada actriz Demy Moore, ardorosa luchadora contra la explotación sexual de las mujeres y la trata de personas, algo en lo que la segunda mujer de McCain, Cindy, también estaba involucrada.
Pero John McCain, obviamente, no era un dios y también se equivocaba. Típico WASP, de familia con origen en Escocia e Irlanda, hijo de una saga de almirantes de cuatro estrellas, era parte de un círculo social muy determinado y del establishment político, a pesar de que sus primeros pinitos como candidato al Congreso los realizó con una campaña para limpiar Washington de políticos alejados de la realidad y del pueblo americano. Su América era una gran nación unida y con un claro objetivo universal. Su gran fallo fue no darse cuenta a tiempo de que esa América se había evaporado cuando ya estaba en plena carrera presidencial.
En los últimos años, coincidiendo con la aparición de ese tumor cerebral que finalmente ha acabado con su vida, McCain ha desempeñado el papel de azote republicano de Donald Trump. El último McCain puede ser considerado un irreductible neverTrumper. Pero sus diatribas anti-Trump han resultado baldías. Sus allegados republicanos han acabado por claudicar ante el presidente, en quien quieren apreciar lo que hace aunque no estén de acuerdo con lo que dice. Para John McCain, las palabras también tienen consecuencias y por eso se mantuvo firme en su rechazo al actual presidente. En mi humilde opinión, se equivocaba, pues Trump es el mejor exponente de la América de hoy, la real, no la que sólo se puede ver ya en las series de los años 50.
En cualquier caso, yo estoy dispuesto a perdonarle al senador McCain sus últimos momentos políticos, que no pueden empañar una trayectoria impecable de toda una larga vida. Descanse en paz.