He releído, a trozos, La vuelta al mundo de un novelista, de Vicente Blasco Ibáñez. El libro sigue teniendo interés, aumentado por la fecha del viaje, 1923. He aquí su final cuando, después de medio año, el autor desembarca en Montecarlo:
“Estos sedentarios del juego han permanecido aquí seis meses, colocándose todos los días ante una enorme mesa verde para mirar las mismas caras. Mientras yo corría el mundo, los únicos episodios de la existencia de estas señoras han sido estrenar dos o tres vestidos y otros tantos sombreros, perder mucho dinero y recobrar un poco de él, celebrando dicho éxito engañoso con una vanidad infantil.
La gente sigue entrando en el Casino.
Una de las damas insiste en preguntar cuál es la idea resumen de mi viaje, la enseñanza concreta que me ha proporcionado ver tantos pueblos distintos, tantas creencias religiosas, tantas organizaciones sociales.
– Lo que he aprendido, amigas mías, no es alegre ni tranquilizador. Creo que existe ahora en el mundo más gente que nunca. Los adelantos de la higiene y la facilidad de los transportes han evitado una gran parte de las matanzas, las epidemias y las hambres que formaron siempre nuestra pobre historia humana. Somos cada vez más numerosos sobre la corteza de nuestro planeta y esto resulta inquietante, pues los alimentos no se multiplican con la misma rapidez. Podría hacer un resumen brutal diciendo que más de la mitad de los hombres viven sufriendo hambre. Nosotros los blancos llevamos la mejor parte hasta ahora; pero ¿y si algún día centenares de millones de asiáticos encuentran un jefe y un ideal común?... Este viaje ha servido para hacerme ver que aún está lejos de morirse el demonio de la guerra. He visto futuros campos de batalla: en el Pacífico, la China, la India, ¡quién sabe si Egipto y sus antiguos territorios ecuatoriales! Estos choques futuros puede ser que aún los presenciemos nosotros, y si nos libramos de tal angustia, los verán seguramente las próximas generaciones… ¡Tantas cosas que podrían evitar los hombres si dedicasen a ello una buena voluntad!
Me parece inútil seguir entreteniendo a unas personas que después se meterán en el Casino pensando en las excelencias de un número (…) Pero la dama curiosa parece esperar algo más, y antes de marcharme añado como resumen:
– Todos los hombres son lo mismo, y nuestros progresos puramente exteriores, mecánicos y materiales. Aún no ha llegado la gran revolución, la interior, la que inició el cristianismo, sin éxito alguno, pues ningún cristiano practica sus enseñanzas. Lo que he aprendido es que debemos crearnos un alma nueva, y entonces todo será fácil. Necesitamos matar el egoísmo; y así, la abnegación y la tolerancia, que ahora solo conocen unos cuantos espíritus privilegiados, llegarán a ser virtudes comunes a todos los hombres”.
Una notable colección de vaciedades supuestamente virtuosas y bienintencionadas. Blasco escribe cinco años después de la I Guerra mundial, trece antes de la guerra de España y dieciséis de la II Guerra mundial. Todas ellas tuvieron lugar en la privilegiada Europa (también España era un país realmente privilegiado por comparación con los visitados por Blasco) y desde allí arrastraron al resto del mundo, no a la inversa: la gente no se vuelve pacífica y buena si come, como suponía este progresista escritor. ¿Y qué diría de la población actual, cinco veces mayor que la de entonces, y de la producción de alimentos? India y China han superado sus masivas hambres ancestrales, cuando vivía en ellas una fracción (un cuarto en 1923) de los habitantes de hoy.
En fin, lección máxima: “crearse un alma nueva, abnegada y sin egoísmo". ¿Un alma como la de Blasco? ¿Sería él un cristiano auténtico aun sin creer en Dios? El escritor dejó a las jugadoras del Casino y marchó a disfrutar de su lujosa mansión y jardines, ganados con su éxitos literarios en todo el mundo, hoy casi olvidados; mientras seguía su curso "la pobre historia humana" (¿comparada con cuál?). Abnegación, la justa.
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La Guerra de la independencia y la nación española:
"De la lucha de un pueblo solidario y bien consciente de los motivos de su resistencia surgieron muchas cosas. Una de las más importantes sin duda fue la construcción del modelo de convivencia que instalara al viejo país en el mismo horizonte histórico de los de su entorno, parteros como él de la moderna civilización. Pero el sistema constitucional, la "nación de ciudadanos" distaron de ser actos genesíacos que concedieran, adánicamente, a los españoles flamantes e inéditas patentes del verdadero sentimiento patriótico, al margen del "etnicista" de las épocas precedentes. No hubo tal. El nacimiento de España no se inscribió en los registros notariales de las Cortes de Cádiz, sino en los de los escribanos medievales. La "revolución" –sit venia verbo, en términos absolutos– no poseyó tal poder creativo, ni acaso tampoco tuvo tal propósito" (José Manuel Cuenca Toribio: La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo).
Sorprendente que a estas alturas sea preciso defender estas evidencias, lo cual indica donde estamos.