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Presente y pasado

Razón y moral

La idea de que el comportamiento moral es racional y el “inmoral” no lo es, implica un par de equívocos. En primer lugar, el hombre, salvo lesiones cerebrales graves, no puede retroceder a la animalidad, al territorio ajeno al bien y el mal, ajeno a la libertad y responsabilidad, al territorio del comportamiento meramente instintivo. Le guste o no, el hombre es siempre moral –lo que no deja de ser una pesada carga, aunque fundamente nuestra condición humana–, y cuando hablamos de comportamiento “inmoral” o “amoral” lo hacemos con la misma impropiedad con que llamamos “inhumanas” a conductas que, precisamente, solo se dan entre los humanos. Incluso el más brutal de los criminales sabe racionalizar sus acciones con algún argumento moral, esto es, de bien y de mal, por tosco que sea.

Nada más instructivo que la tragedia griega, tan directamente relacionada con la mitología. Lo que nos abruma en ella es la forma tan racional como los héroes trágicos defienden sus actos y motivos, a pesar de lo cual se ven llevados, y arrastran a otros, al desastre o al crimen. La causa de ese contraste entre la elaboración racional y tales efectos catastróficos no es explícita, resulta un tanto misteriosa, aunque por lo común cabe achacarla a la hybris: el exceso, la arrogancia; la vanidad, en el concepto de Paul Diel.

La razón puede justificar cualquier opción que la libertad nos presente. Generalmente llamamos razonable a una mezcla, imposible de dosificar con precisión, entre razón y moral. Pero lo racional no es necesariamente razonable, y en principio vale para cuestiones morales y también para otras ajenas a la moral, como puede ser la fabricación de motores. Aunque el concepto de “razón” se usa en sentidos muy diversos, aquí lo empleo en el más corriente, el de adecuación de los medios a los fines. Así, el marxismo o el nazismo, una vez aceptadas sus premisas (presuntamente científicas) y sus fines (emancipadores o liberadores), eran sistemas muy racionales, y su atractivo para millones de personas, incluyendo a algunas sumamente inteligentes y racionalistas, consistía precisamente en la racionalidad de su metodología. Exterminar a los judíos, por ejemplo, resulta una medida nada razonable, pero sí muy racional en función de los fundamentos nietzscheano-darwinistas del nacional-socialismo (en rigor, Nietzsche se apoya de modo muy importante en Darwin o, si se prefiere, en una interpretación posible de Darwin). Dicho de otro modo: el totalitarismo es perfectamente racional, aunque muchos, no todos, desde luego, tendamos a considerarlo nefasto (moralmente), y ya he dicho que el problema de muchos ciencistas ateos “liberales” es que no son racionalmente consecuentes con sus propias premisas.

O por poner otro caso más próximo: la política del Niñato Ilumineta y su pandilla se llama en todos los idiomas traición o alta traición. Esta es una calificación de derecho, pero ante todo moral. Sin embargo esa calificación no quiere decir que esa política sea absurda o estúpida; por el contrario, es muy racional, y si no sabemos entender su lógica no podremos combatirla de forma adecuada. Esa política se basa en una alianza con los separatistas y los terroristas, el instrumento de la cual son los estatutos anticonstitucionales, y la finalidad mantenerse indefinidamente en el poder gracias a acuerdos entre todos los enemigos de la Constitución. El gobierno anticonstitucional, y por ello ilegítimo, calcula racionalmente que logrará su objetivo si la oposición del PP resulta floja e incompetente (un cálculo que se ha demostrado correcto), y si la sociedad no reacciona con energía, lo cual es más inseguro, pero para el gobierno y sus cómplices constituye hoy por hoy un riesgo asumible. Confían incluso en que, mediante un fuerte acoso al PP, este se convierta a su vez en apagafuegos de la creciente indignación ciudadana, en lo cual tampoco va tan descaminado. La racionalidad al servicio de la traición, del mal.

(Una observación a nuestro amigo Robredo –Tabula rasa–: una de las formas más tontas de debatir y de razonar –de no razonar, más bien–, muy extendida entre políticos e intelectuales y en la que todos caemos a veces, aunque algunos por sistema, consiste en utilizar el “argumento” de que el contrincante “se está poniendo nervioso”, como si ello, cierto o falso, afectase al fondo de la cuestión. Su venerado y simplón Pinker cae en algo parecido cuando equipara la renuencia a reducir la moral a sus esquemas y la vergüenza victoriana ante el sexo. Qué tendrá que ver el culo con las témporas. Una actitud no muy científica, ni siquiera muy racional).

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