Los diez años de revolución pueden resumirse en un terror y matanzas casi continuas, guerra civil y con el exterior y ruina del país. Cada paso obligaba a ir más allá en la "audacia", so pena de que el impulso se paralizase y derrumbase. La revolución invocó los tres famosos principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, valores de raigambre cristiana, inteligibles para cualquier ser humano, y extremadamente sugestivos. Pero en los hechos fue lo opuesto. La libertad fue negada a la gran mayoría, a menos que siguiera a los radicales; no había la menor igualdad entre la inestable y vertiginosa oligarquía dirigente y la masa del pueblo, que sufría crecientes privaciones y hambre debido al desorden y a la inflación inducidas por medidas disparatadas y era alimentada con consignas cada vez más extremas, indicándole "enemigos del pueblo" más o menos fantasmales; y la fraternidad no existió ni siquiera entre los revolucionarios, que se mataron generosamente entre sí. La distancia entre la triple consigna y la práctica indica mucho. La consigna funcionaba como un espejismo que incitaba a ir más allá en las violencias, y como un arma mágica en manos de quienes detentaban el poder, hasta no significar nada, o lo contrario de lo que pretendía.
En su lógica interna, la libertad, en términos absolutos, no concuerda con la igualdad, ya que consiste en diferenciarse de los "iguales". Y ni de una ni de otra, así planteadas, podía brotar fraternidad alguna. Se invocaba la razón y la lógica se esfumaba. Razón y ateísmo adquirían un tinte mesiánico, redentor, hasta animista. Los derechos especificados en la célebre Declaración nunca habían sido pisoteados con más empeño.
La revolución tuvo algo de primitivismo y revuelta contra la civilización en general, cuyos valores se vieron ultrajados por una explosiva inversión de los mismos, explosión de obscenidad, de apelaciones salvajes, exhibición de cabezas cortadas, ansia de sangre (la guillotina constituía un gran espectáculo al que asistían numerosas mujeres; los asistentes a la muerte de Luis XVI y de otros empapaban pañuelos en la sangre, o se untaban con ella), casi de canibalismo, como en el despedazamiento de la princesa de Lamballe durante una jornadas de asesinatos, violaciones y brutalidades sin freno, especie de danza orgiástica, demoníacamente liberadora frente a las restricciones impuestas por milenios de civilización. Algún lazo guardaba ello con la prédica, típica de la Ilustración francesa, del "buen salvaje", que con cultura y sentido cívico e intelectual extraordinarios ponía en la picota los absurdos de los civilizados. Pese a todo, la Revolución francesa tendría miles de admiradores dispuestos a imitarla en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que todo lo justificaban.
El legado revolucionario inmediato fue la serie de guerras más sangrientas de la historia europea hasta entonces, la interrupción de procesos prometedores, como en España y en la misma Francia, una convulsión política intermitente a lo largo del siglo siguiente en la mayor parte de Europa y una reacción de horror que produjo intentos ya anacrónicos de volver al pasado, tras las subsiguientes guerras napoleónicas. No obstante, calmados aquellos frenesíes, quedó la idea de la igualdad ante la ley, de unos derechos "naturales" y soberanía del pueblo ejercida por medio de libertades, elecciones y separación de poderes. Estos eran efectos de la evolución anterior y se habrían impuesto de modo más natural, como en Inglaterra, sin un choque semejante: la débil resistencia de la monarquía francesa indica hasta qué punto estaba ya socavado el antiguo régimen. Que la invocación a la razón haya dado pie a tales sucesos, prueba la existencia en el ser humano de fuerzas oscuras y difíciles de controlar en ocasiones: muchos decidieron que la revolución había fracasado por no haber sido lo bastante radical y terrorista, por haberse quedado a medias...
Ha sido y sigue siendo común bautizar como "burgués" aquel movimiento, sobre todo desde un enfoque de tinte marxista, muy compartido. Burgués significa habitante de las ciudades, y la burguesía había cobrado bastante poder desde la Edad de Asentamiento. En sentido más concreto suele entenderse burguesía como sinónimo de capitalismo, con la idea implícita o explícita de que una revolución burguesa constituye el prólogo de la proletaria. En realidad, la francesa fue protagonizada por el submundo social, más o menos dirigido por grupos de abogados, intelectuales y agitadores que solo en sentido muy lato cabe llamar capitalistas. Y los valores conjurados proceden de la cultura anterior, fundamentalmente cristiana, tienen un alcance en buena medida universal, no limitado al "interés de clase" de los propietarios de los medios de trabajo. Pero este carácter burgués es uno de los mitos más arraigados en la cultura europea posterior.
Cabe comparar la Revolución francesa con la useña: llama la atención que unos principios parecidos hayan causado evoluciones tan distintas. Podría atribuirse a no haber en Usa obstáculos sociales propios del antiguo régimen, pero estos eran en Francia débiles y la intensidad de la sacudida no guarda proporción con esa causa. Salta a la vista una diferencia: la useña nunca realizó una feroz persecución religiosa, sino que afirmó sus raíces cristianas, atenuando mucho las discrepancias entre iglesias protestantes y entre estas y la católica. La religiosidad del Gran Despertar no tuvo menos influencia en Usa que las ideas de Locke o Montesquieu, y pesaron allí poco las de Rousseau, Voltaire, etc. Esto evitó la epilepsia de la Revolución francesa.
Desde luego, la Declaración de independencia useña fue también algo extraña: "Sostenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad". No eran verdades: la observación más elemental demuestra que los hombres no nacen iguales, y no solo por la diferente posición, medios y carácter de sus familias, sino por los dones e inclinaciones que "los dioses han puesto en ellos", como ya notaba Homero. Además, la igualdad y derechos no los extendían a los indios y a los negros, que por algo prefirieron apoyar a los británicos. Si los hombres nacieran iguales permanecerían iguales, pues la sociedad es una creación suya: todas las sociedades habrían respondido necesariamente a esa igualdad y no habría razón para llamar a ninguna libre o despótica o democrática, pues como mucho se trataría de variaciones sobre aquella igualdad esencial. Por lo mismo sufre la idea de que los gobiernos se instituyen para garantizar los derechos mencionados, los cuales por necesidad deben estar implícitos en todas las sociedades. Y el alegato de que la dominación británica constituía "un despotismo absoluto" resulta algo exagerada. Tampoco se trataba de evidencias, sino de elaboraciones intelectuales producto de siglos de reflexión, discusión y examen de la experiencia histórica.
Interesa asimismo la "búsqueda de la felicidad". La felicidad, como la igualdad, son cosas muy distintas de la libertad, y a veces opuestas. En la Declaración useña, la felicidad aparece como un impulso personal que el estado solo puede respetar. En la francesa, es el estado quien debe proveer la felicidad de los ciudadanos, posiblemente como herencia de Rousseau y del despotismo ilustrado, el cual buscaba la felicidad de los súbditos, trasladando a ella el objetivo del gobierno desde la libertad, centrada en el libre albedrío, propia del pensamiento escolástico español, y no solo de él. La tendencia francesa, unida a un estado mucho más potente que el del absolutismo, aboca sin mucha dificultad al totalitarismo, y en esa dirección ganarían impulso diversas ideologías.
Pero tuvieran la base racional y contradicciones que tuvieren, las ideas de la Declaración de independencia iban a ejercer una intensa sugestión sobre innumerables individuos, estimulando a un tiempo las ambiciones personales y las reglas que impidieran a esas ambiciones e intereses particulares destruir la sociedad. Así, Usa alcanzó un equilibrio entre la iniciativa individual y la cooperación que le iba a proporcionar un dinamismo superior a otras sociedades.
El problema de armonizar la iniciativa e interés de los particulares, siempre diversos, con la supervivencia social, viene a ser el fondo del pensamiento político. La práctica había demostrado muchas veces los peligros de desintegración cuando predominaban en exceso los primeros, y del despotismo cuando, como reacción, se imponía para mantener el orden social. La solución useña, aunque no creada ex nihilo, entrañaba una apuesta y nueva solución al problema mencionado, pero resultó menos aplicable de lo supuesto. Tocqueville hará notar la dificultad de este equilibrio entre tendencias disgregadoras e integradoras al señalar cómo la importación de las fórmulas políticas exitosas en Usa había dado lugar en el México independiente a la oscilación de la anarquía al despotismo militar, y viceversa.
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* Blog: El problema de la destitución de Alcalá-Zamora no es propiamente jurídico, sino político, una política que utiliza de forma espuria la ley, como tantas veces. El Frente Popular había llegado al poder gracias a Alcalá-Zamora, pero le interesaba deshacerse de él y declararse indisoluble, lo cual suponía un golpe de estado. Para conseguirlo con una apariencia de legalidad, invocó la Constitución, interpretándola como le convenía.
Pero la disolución fue ilegítima, porque el objetivo del artículo constitucional era evitar la continua intromisión del jefe del estado (el presidente) en el gobierno, como había ocurrido con Alfonso XIII. Por lo tanto, si su segunda disolución se demostraba infundada, esto es, arbitraria, él podía ser destituido. La demostración de esa arbitrariedad consistía en que el mismo partido gobernante antes de la disolución volviera a ser elegido después. Si la CEDA hubiera sido vuelta a elegir (cosa que no sabemos, debido a la irregularidad de los comicios), tendría toda la legitimidad para echar a Alcalá-Zamora. Pero el Frente Popular debía su poder a la disolución mencionada, y por tanto su utilización de la ley era ilegítima, y sus pretextos pueriles (no haber disuelto antes, etc.).
Para que, además de legítima, fuera legal, era preciso decidir si se trataba de la primera o la segunda disolución, cuestión fundamental y no circunstancial que sería muy propio del Tribunal de Garantías Constitucionales, pues las Cortes serían juez y parte. Se trataba de una decisión que entrañaba un golpe de estado, no de una mera cuestión de funcionamiento.
Alcalá-Zamora se mostró vacilante, contradictorio e incapaz de oponerse con energía a la maniobra. Indudablemente se sentía responsable de la situación creada --pues evidentemente lo era-- aunque no quisiera confesárselo, debido a su enorme vanidad. Para replicar a la acción del Frente Popular, que él mismo califica acertadamente de golpe de estado, carecía de apoyos, simplemente: la izquierda era en ese momento muy fuerte y agresiva, y la derecha detestaba al presidente por su responsabilidad en todo el proceso. El ejército, muy dividido, en general le detestaba también. Su destitución fue ilegítima e ilegal, pero al mismo tiempo tuvo algo de justicia poética: él había llevado al poder a la izquierda, y este le devolvía el favor como correspondía. Él fue el principal responsable de que la oportunidad abierta por el fracaso de la insurrección del 34, se convirtiese en una pesadilla. Si hay un responsable esencial de la guerra civil fue él, junto con Largo Caballero.