Ninguno de los nacionalismos españolistas produjo una elaboración histórica y doctrinal sistemática como la intentada por Arana y Prat de la Riba. La razón es que la existencia de España y su trayectoria histórica se daban por hechos obvios, y, aparte de algunos episodios legendarios, no había nada que demostrar, ni eran precisas construcciones mentales aparatosas al estilo de las de los separatistas.
Así, el nacionalismo regeneracionista simplemente invirtió la valoración de la historia de España: los hechos antes considerados gloriosos pasaban a convertirse en deleznables. Menéndez Pelayo denunció con palabras célebres el ambiente de desprecio o de odio a España que cundió tras el 98: “presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía. Un pueblo viejo no puede renunciar a su cultura sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil”.
La elaboración, bastante sumaria, del nacionalismo tradicionalista español fue, con todo, mucho más templada que la de los separatismos u otros nacionalismos modernos. Defendía la nación española, pero denunciaba la idea de endiosarla y rechazaba el propio término “nacionalismo”, por ver en él la fuente de abusos y guerras, particularmente la I Guerra mundial.
En cambio compartía con regeneracionistas y separatistas la aversión al liberalismo. Su identificación de España con el catolicismo y la monarquía tradicional, por estar ambos ligados a las horas más gloriosas de nuestra historia, no resistía la evidente crítica de que también estaban ligados a las horas más bajas de la decadencia. Y su crítica al liberalismo como supuesto destructor de las sociedades “naturales”, fallaba ante el hecho evidente de la multiplicación de todo tipo de sociedades en el régimen liberal.
Este que llamaremos nacionalismo, pese a sus deseos, sería la base ideológica de la dictadura de Franco. Y si, ciertamente, salvaguardaba el principio de la unidad nacional, le daba también un tinte anacrónico. Por una especie de fatalidad, la traición de los intelectuales al liberalismo y a la tradición española desde principios del siglo XX, produjo esta escisión: quienes se proclamaban modernizadores tendían a destruir la base misma de la sociedad que querían modernizar, como terminó ocurriendo dramáticamente en la república. Y quienes defendían esa base –la nación española–, tendían al anacronismo en su concepción de ella.
He aquí una clave de las convulsiones españolas de los primeros cuarenta años del siglo XX. Cosas del pasado, al parecer, pero cuyo fantasma resurge en el horizonte, conjurado por los “botarates y loquinarios” de siempre, que diría hoy un Azaña más lúcido.
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El bergante ha ido a La India a parlotear de paz. España estaba en paz, y no gracias a él, precisamente. Ahora, entre él y los asesinos están amenazando la paz y la libertad de todos.