La Inquisición, principal valedora de la expulsión de judíos y moriscos, solo podía actuar contra cristianos, por lo que se centró sobre todo en los conversos. Los inquisidores eran clérigos, juristas universitarios. Su procedimiento consistía en pregonar el Edicto de gracia, explicando en qué consistían las herejías y animando a quienes hubieran caído en ellas a presentarse y denunciar también a sus cómplices. Quienes lo hicieran de grado se reconciliarían con la Iglesia sin mayor problema. A continuación venían las denuncias, mantenidas en el anonimato, lo que daba pie a muchos abusos. La denuncia era examinada por los "calificadores" que, si la hallaban fundada, ordenaban detener al acusado, cuyos bienes eran confiscados preventivamente para pagar los gastos del proceso, lo cual causaba nuevos abusos, que se combatieron desde mediados del siglo XVI. Por otra parte, la Inquisición se financiaba sobre todo con los bienes de los condenados, lo que, en principio, constituía un incentivo para extremar la severidad.
El proceso podía alargarse largo tiempo sin que el detenido conociese la acusación. Luego eran interrogados los denunciantes y el denunciado. Este recibía un abogado defensor cuya misión consistía en animarle a decir la verdad, y debía buscar testigos favorables o demostrar la falsedad de la acusación, a cuyo fin se le pedía que citara los nombres de quienes podían tener interés en perjudicarle, por si coincidían con los denunciantes. Si el proceso seguía, podía usarse la tortura, a condición de no poner en peligro la vida ni causar mutilaciones, y la confesión así obtenida debía ser luego ratificada libremente. Las penas más habituales eran multas, la obligación de portar un sambenito, o la "prisión perpetua" que en la práctica no solía pasar de tres años, pero podían llegar a la "relajación al brazo secular", es decir, a la justicia laica. Seguía un auto de fe, ceremonia pública o privada para solemnizar la reconciliación de los arrepentidos y la ratificación de los no arrepentidos, que serían entregados para su ejecución. Popularmente se ha identificado el auto de fe con la ejecución, pero esta se cumplía al margen y después. Si el condenado se arrepentía en el último momento era ahorcado o decapitado; en caso contrario, quemado vivo en la hoguera.
Entre los perseguidos por la Inquisición, los principales fueron los conversos judíos y moriscos, y más tarde los protestantes, de los que siempre hubo muy pocos en España. Suele considerarse que su período de actuación más intensa transcurrió entre su fundación y el año 1530, relajándose después durante más de un siglo, salvo algún pequeño rebrote; en los dos decenios de 1640 a 1660 se recrudeció de nuevo, y a partir de esa fecha su actividad decayó fuertemente hasta su disolución.
Los métodos de la Inquisición han sido muy criticados, en particular la denuncia anónima y el uso de la tortura. Pero hoy se admite comúnmente que la tortura fue poco empleada para las costumbres de la época (o de la actualidad en muchos lugares). Las condiciones carcelarias eran también bastante mejores que las de las prisiones comunes, en ellas podían recibir visitas de familiares y practicar su oficio; en muchos casos los denunciados no iban a la cárcel, sino que sufrían una especie de arresto domiciliario. En cuando al anonimato de los denunciantes se explicaba en parte por las venganzas que seguirían contra ellos por parte de las familias de los denunciados, muchas de ellas poderosas. La Inquisición, por lo demás, tenía mucho más en cuenta que la justicia corriente los falsos testimonios: "Los inquisidores –explican las instrucciones de Torquemada– deben observar y examinar con atención a los testigos, obrar de suerte que sepan quiénes son, si deponen por odio o enemistad o por otra corrupción. Deben interrogarlos con mucha diligencia e informarse en otras personas sobre el crédito que se les pueda otorgar, sobre su valor moral. Remitiendo todo a las conciencias de los inquisidores".
Tres siglos y medio duraría la Inquisición, concebida como un tribunal para asegurar la estabilidad social frente a la herejía. Las descripciones generales tienden a dar la impresión de un clima generalizado de denuncias y temor, pero los datos reales ofrecen un panorama distinto. El número total de procesos a lo largo de sus tres siglos y medio de existencia es de un máximo de 150.000, quizá menos de 100.000, pues se conservan las actas de los 50.000 ocurridos entre 1560 y 1700, casi un siglo y medio: dado que los procesos posteriores a 1700 fueron pocos, resulta difícil creer que los correspondientes a los ochenta años anteriores a 1560 casi duplicaran los posteriores. Aún aceptando la cifra mayor, da un promedio máximo de 420 procesos por año (la cifra real es probablemente bastante inferior), exigua en todo caso para una población que varió entre cinco y doce millones de habitantes –aunque hubo temporadas de actividad escasa y otras más intensa–. El uso de la tortura, como quedó indicado, fue mucho más moderado que en los tribunales corrientes: de los 7.000 procesos en Valencia solo se usó la tortura en un 2% de los casos, nunca más de quince minutos, y nadie fue torturado dos veces, según la investigación de S. Haliczer.
Sobre las víctimas mortales se ha exagerado de modo increíble, por razones de propaganda ideológica. El clérigo Juan Antonio Llorente, colaboracionista de Napoleón en España, hablaba de 32.000 ejecuciones, y atribuyó a la Inquisición haber causado en gran parte "la despoblación de España". Leyendas así han circulado ampliamente. Hoy se conoce con mucha aproximación el número de ajusticiados, un millar aproximadamente, entre 1540 y 1834, año de su abolición. Hay pocos datos fehacientes de los sesenta años anteriores, por lo que la especulación es muy libre, calculándolos los estudiosos a menudo según su inclinación ideológica. Se los tiene por años de intensa actividad, y algunos hablan de 2.000 y hasta 4.000 ejecuciones, aunque pudieran ser muchas menos, teniendo en cuenta la exageración de las cifras anteriores y el sesgo ideológico de los investigadores que tal sostienen. Como se ha observado, las policías políticas de ciertos países en la actualidad pueden hacer muchas más víctimas en un tiempo enormemente menor, y por las mismas fechas de la Inquisición las represiones contra disidentes religioso-políticos en diversos países europeos causaron probablemente más muertes. Los estudios recientes ponen en un marco más preciso la entidad del tribunal, objeto preferente, durante siglos, de mitos y leyendas.
Otro dato de importancia al respecto es que, tras algunas persecuciones puntuales contra las brujas, como las de Zugarramurdi, la Inquisición descartó la "caza de brujas", considerando a estas como un mero fenómeno supersticioso. Por el contrario, en Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra (donde existían "cazadores de brujas" por dinero), Escocia, Escandinavia y otros países, la quema de brujas se hizo obsesiva durante los siglos XVI y XVII , calculándose entre 60.000 y 100.000 víctimas (59 en España).
Se ha acusado a la Inquisición de haber paralizado el desarrollo intelectual de España, con su actividad y sus índices de libros prohibidos; pero estos, aún más rigurosos, estaban en boga por gran parte de Europa. De hecho, los siglos XVI y XVII fueron los de mayor florecimiento artístico, intelectual y, en general cultural de España, apreciándose un claro descenso de nivel a partir del siglo XVIII, cuando la Inquisición funcionó mucho más débilmente. Lo cual indica la ausencia de una relación de causa a efecto entre ambos fenómenos.
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**** La Audiencia investigará ahora la postura de Franco ante los crímenes nazis
Estos caballeros demuestran una completa ignorancia de la historia, pero eso no les detiene en su afán de embarullarla y falsificarla, pues no hay otra cosa bajo sus pretensiones de fondo totalitario, ¡menudos jueces tenemos! Podrían investigar, ya puestos a eso, la postura de los antifranquistas ante los crímenes de Stalin, ante sus propios crímenes durante la guerra civil, acerca de los cuales no han parado de mentir y de justificar; más aún, podían investigar la postura de los antifranquistas ante los crímenes de la ETA, ante los crímenes de Al Qaida, la colaboración con banda armada por parte del actual gobierno... Hay tantas cosas, sobre todo las últimas, tan actuales y tan propias de los jueces... ¿Por qué se dedican entonces algunos jueces a juzgar supuestos hechos tan pasados? Porque ellos mismos son de esos antifranquistas, tan "ignorantes" de ciertos crímenes pasado y actuales, tan complacientes y satisfechos con ellos. Jueces politizados en el sentido más rastrero del término, que deshonran su profesión. El imperio de lo grotesco. Según diversas encuestas, el poder judicial es una de las instituciones más desprestigiadas ante la opinión pública. Y estos se obstinan en ahondar en su desprestigio. Y, lo que es peor, en echar paletadas de tierra sobre la tumba de Montesquieu, en enterrar la democracia.
**** Se va Ibarreche y sube Pachiló a lendaka. Los dos, colaboradores de la ETA. ¿Cambiará algo ahora? La experiencia indica que no: estos políticos son siempre los mismos y lo mismo, aunque nunca dejará de haber incautos que crean sus embustes, sobre todo si aquellos disponen de amplios medios de (manipulación) de masas. Véase a Montilla, la "alternativa" a los catalufos. El gran problema político de España es que no hay alternativa a estos y a Zapo. El futurista de la economía lo es todo y la nena angloparlante se ha encargado de liquidarla.
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EL MORALISMO ESPAÑOL
(Artículo de 2003)
José María Pemán, uno de los teorizadores de la dictadura de Primo de Rivera, señalaba como rasgo característico de los españoles una acusada exigencia moral. Esto no sólo lo decía él, pues cita de Keyserling: "En lo ético, España se encuentra a la cabeza de la actual humanidad europea". Y lo han apreciado otros muchos observadores, como se trasluce en la manera como Brenan analiza el anarquismo hispano (podría sostenerse que el anarquismo arraigó en España ante todo por su moralismo). Es también cierto que en la propaganda de las izquierdas –en menor medida, quizá, de las derechas– la apelación moral surge con extraordinaria fuerza a cada instante. Como señala Pemán, "en otros países de Europa existe una mayor frialdad para separar lo utilizable de cada persona (su talento, su habilidad), de su fondo moral"; en España, "ni el talento ni la elocuencia, ni el acierto político bastaron nunca, al cabo, para hacer olvidar las claudicaciones éticas". Aquí, por ejemplo, un tanto fundamental en la apreciación de los líderes políticos era la de su austeridad y limpieza moral.
En apariencia esto es buena cosa, si consideramos que el ser humano es ante todo un animal moral, antes que intelectual. Pero ya Ortega señaló cómo la popularidad de algunos políticos y teorizadores republicanos, creo que se refería a Pi y Margall, se asentaba en el prestigio de su personal sobriedad, y no, desde luego, en el fundamento de sus ideas, mediocres cuando no disparatadas. Así como innumerables estupideces ideológicas han colado en todas partes gracias a venir presentadas en un envoltorio de cursilería, en España el envoltorio preferido de la necedad ha sido la pretensión moral.
Ello, insisto, se ha dado de manera preferente en la izquierda, incluso en la comunista, para la cual, al revés que para la anarquista, la ética no pasaba de ser un aspecto accesorio, convencional, una espuma de la sociedad de clases. Pero su propaganda radicaba en la maldad, le bellaquería, la bajeza moral, en definitiva, atribuida al enemigo, más bien que en el análisis de la "explotación" o de las relaciones sociales.
Podríamos ver ahí una especie de superioridad moral de la izquierda. De hecho, en la mala conciencia y los complejos que muestra habitualmente la derecha se percibe el influjo de esa permanente acusación moral desde la izquierda, ante la que los acusados no han sabido replicar muchas veces, o se han batido a la defensiva. La ideología y política derechistas, coincidían incluso algunos conservadores, sólo expresaban los intereses de los "ricos", y los ricos, en general, disfrutaban de unos bienes ganados indebidamente, por medio de la explotación y el expolio de los pobres. Las derechas resultan, por definición, ladronas y corruptas, y quienes, no siendo ricos, las apoyan, sólo revelan imbecilidad y abyecto servilismo ante la injusticia, o deseos de participar en el botín.
Pero si esos rasgos podían predicarse de las derechas en todo el mundo, cuando llegábamos a España empeoraban hasta los indecible. Los "ricos" españoles, y quienes les apoyaban ("los militares y los curas", en cabeza) eran los más miserables, crueles, oscurantistas y chulos de todo el mundo, o por lo menos de toda Europa. Esta concepción arcaica sigue vigente en muchos ámbitos populares, y sus ecos resuenan con fuerza en episodios como la propaganda de Simancas en el reciente rifirrafe por la Comunidad de Madrid. Pero no sólo se "piensa" así en ambientes populares sino también, y aun diría que de preferencia, en los intelectuales. Así sigue siendo la línea hegemónica en la historiografía "profesional" y "académica" sobre la guerra civil, espoleada desde fuera por los Preston, Jackson y compañía.
Por cierto, la conducta de los potentados rara vez es ejemplar, y si no se le pusieran trabas legales tendería en general al abuso; también las observaciones de Cambó sobre la ruindad y ostentación vanidosa de los catalanes adinerados –extensibles al resto de España– tienen una gran parte de verdad. Pero eso no hace menos absurdos los juicios absolutos típicos de la izquierda, ni vuelve virtuosos a quienes los emiten.
Si miramos más de cerca ese moralismo español, enseguida le vemos unas cuantas fallas. Empieza por ser fundamentalmente negativo. Las diatribas feroces contra el enemigo carecen del equilibrio y de los matices que caracterizan un auténtico juicio moral. Los acusadores están predicando de sí mismos, implícitamente y por contraste, virtudes tan excelsas como viles serían los vicios denunciados, pero a menudo eso es secundario. El papel de esas diatribas suele ser más bien el de encubrir un deseo de agresión y una avidez extrema de esos bienes poseídos por otros con supuesta ilegitimidad. Durante la guerra civil, o en tiempos más recientes, pudo comprobarse cómo el comportamiento de aquellos virtuosos denunciadores de la maldad ajena imitaba, precisamente, los peores actos atribuidos –no siempre sin razón pero muchas veces sin ella–, a "los ricos".
Por otra parte ese moralismo se extiende porque halaga la vanidad de cada individuo de sentirse el juez de los demás, especialmente de quienes, en el plano material o en otros, se encuentran por encima de él. Esta especie de envidia, ya se exprese positivamente como espíritu de superación, o negativamente como impulso destructivo hacia el prójimo más favorecido, o de simple pasividad rencorosa, parece constitucional en el ser humano, y será siempre una fuente de motivación para sus actos. Tengo la impresión de que el moralismo español, sobre todo en la izquierda, ha tendido más bien a despertar actitudes negativas.
No estoy muy seguro de que el impulso ético español sea más fuerte que el de otros pueblos –actualmente parece más bien lo contrario, basta mirar la televisión, por poner un ejemplo–, pero en todo caso sólo tendrá valor si pierde algo de la rudeza y negatividad que lo han acompañado, al menos en el siglo XX y ahora mismo.