En Época
LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN
Hay dos líneas básicas en cualquier programa político que aspire a hacer frente a los retos que la historia plantea a España: la garantía de la unidad nacional mediante un estado viable, y la regeneración democrática. Estos son los dos problemas mayores que afronta la sociedad española, que antes o después exigirán una reforma de la Constitución. Sin embargo, la tendencia de los partidos principales, tanto de izquierda como de derecha, es precisamente a profundizar en una tendencia balcanizadora y antidemocrática que ya apareció al principio de la transición como un gusano que a estas alturas se está comiendo toda la manzana.
Importa recordar cómo se gestó nuestra defectuosa Constitución. Sus siete “padres” la elaboraron solo en parte. La primera discrepancia sobre si hacer un documento sencillo y básico, al estilo useño, como querían Fraga o Herrero de Miñón, o bien uno largo y burocrático, con pretensión de reglamentar demasiadas cosas, se decantó por la segunda opción, bajo la influencia principal de Peces-Barba. Luego, la pugna giró sobre la admisión del término “nacionalidades” y la amplitud y carácter de las autonomías. Entre los tres miembros de la UCD y el de AP tenían mayoría en la ponencia, por lo que no debieran haber prosperado ni el peligroso término “nacionalidades” ni la posibilidad de vaciamiento progresivo de las competencias del estado central. Pero los otros tres ponentes, comunista, socialista y nacionalista catalán, ejercieron una presión próxima al chantaje, y el ucedista Herrero de Miñón los apoyó, con lo que consiguieron imponer sus puntos de vista. Suárez, además, deseoso de difuminar su pasado en el Movimiento, procuraba evitar cualquier asociación pública con AP, a fin de cargar a esta con el sambenito de “franquista”.
Al pasar la ponencia a una comisión de las Cortes para su examen y correcciones, el proceso empeoró. En realidad, los acuerdos no fueron tomados por la comisión, “con luz y taquígrafos”, sino en encuentros gastronómicos entre Abril Martorell por parte de UCD, y Alfonso Guerra por parte del PSOE, y luego refrendados por los diputados gracias a la disciplina de partido. La idea fue de Suárez, cuyas convicciones y estilos democráticos dejaban mucho que desear. Guerra calificó a Abril como un “patán” en asuntos jurídicos, probablemente con razón; sin embargo la idea más clara de Guerra en tales asuntos consistía en la conveniencia de liquidar a Montesquieu, es decir, la separación de poderes. Estos manejos encontraron la resistencia de un indignado Fraga y su grupo (AP), que llegado un momento abandonaron la comisión en protesta. Volvieron bajo condición de cese de la comisión culinaria Guerra-Abril y la discusión abierta en las Cortes. Pero, observará Fraga, el método apenas cambiaría. Torcuato Fernández Miranda, diseñador de la reforma democrática, rehusó aprobar el término “nacionalidades” y el famoso título VIII sobre las autonomías, y, tras una acre discusión, abandonó la UCD.
Las incoherencias de la Constitución hacen que todos los gobiernos desde entonces puedan considerarse inconstitucionales, pues ninguno ha garantizado -- por ejemplo-- el supuesto derecho a un trabajo bien retribuido, ni a una vivienda digna para todos los españoles.
Con todo, existen tres aspectos positivos en la Constitución: declara la unidad de la nación española y las libertades políticas, y es la primera en nuestra historia elaborada por amplio consenso. Por estas razones debe plantearse su reforma en profundidad, no su abolición, que volvería a introducirnos en la dinámica de las constituciones de partido. Pero los partidos, precisamente, parecen los menos interesados en la reforma. La solución pasa por la creación de opinión pública al respecto. Porque lo absolutamente inaceptable es el actual proceso que conduce a la balcanización del país y a la involución democrática.
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****Blog, Percy: ”Un nacionalismo nunca es bueno”. “Todos se basan en la mentira”. Creo que depende de lo que se entienda por nacionalismo. En principio es una doctrina democrática, que transfiere la soberanía del monarca a “la nación” o "pueblo". Por ello tiende también a exacerbar el patriotismo, que es un sentimiento natural. Por otra parte, como todas las doctrinas, ha sufrido transformaciones e interpretaciones. La tendencia a mentir o tergiversar es común a todas las ideologías y tendencias. Hablar de la nación española (que implica, hoy, un nacionalismo, pues pocos piensan en volver a la soberanía monárquica del antiguo régimen) no es ninguna mentira (aunque pueda adornarse con mentiras), ya que la misma puede considerarse existente, como nación política, desde Leovigildo, y como nación cultural desde mucho antes. Hablar de nación vasca o catalana o gallega o andaluza sí es una mentira, ya que siempre han sido regiones de España y sus habitantes se han considerado españoles. Pero la doctrina nacionalista, una vez establecida, puede crear nuevas naciones en función de intereses particulares y asentándose en mentiras (o en verdades: Escocia o Irlanda son naciones culturales y en el caso de Irlanda también políticas, como lo eran Serbia o Polonia antes de independizarse, por ejemplo). El nacionalismo español es, por otra parte, una tendencia liberal y democrática, los nacionalismos vasco, catalán, andaluz o gallego son justamente lo contrario. Y su resultado sería una península balcanizada donde las grandes potencias podrían jugar a su gusto con los intereses y rivalidades de cada oligarquía "nacional".
En cuanto a la anglofobia, me parece la misma necedad que la anglomanía. Hay mucho bueno que aprender de los ingleses, sin necesidad de ese servilismo tan frecuente.