La oposición, aunque débil, no podía ser desdeñada, pues se organizaba y crecía con rapidez en un clima de amplias libertades de hecho. Y estaba dispuesta a aprovechar al máximo la incierta situación, beneficiada además por la crisis económica, todavía no muy fuerte, pero que se hacía notar: “España empieza a agitarse –observa Fraga--; por la prensa; por lo laboral (el primer trimestre será terrible); por los temas regionales (manifestaciones en Cataluña); por todas partes”. Para avanzar a la ruptura, la oposición precisaba desbordar al gobierno y desmoralizar y dividir a las familias franquistas, mostrando fuerza de masas en la calle hasta producir en algún momento un vuelco político. Por ello el ministerio elegido por Fraga se demostraría enseguida el decisivo ante la oleada de conflictos de orden público, en parte desatados por la oposición y en parte espontáneos. Una prueba de fuerza, apenas empezado el nuevo año, fue la huelga del metro de Madrid, que afectaba a todos los sectores productivos, seguida por la paralización de los taxis y de Correos. Fraga ganó el pulso militarizando el Metro y Correos, pero fue solo el comienzo de una oleada de paros nunca vista, por todas las zonas industriales del país, que eran muchas. Se declaraban “jornadas de lucha” por reivindicaciones laborales, a las que se añadían las consignas de “Amnistía y libertad”. En el primer trimestre las horas de trabajo perdidas, 50 millones, triplicaron las de todo el año anterior, algo absolutamente sin precedentes. Ello profundizaba la crisis económica y causaba pérdidas o la ruina a muchas empresas, dando pie, en círculo vicioso, a nuevas protestas, cuya responsabilidad se hacía recaer sobre el gobierno.
El 1 de febrero, una nutrida manifestación en Barcelona añadió a la consigna “Libertad y amnistía” la petición de “Estatuto de autonomía”. El rey hizo un inteligente movimiento al viajar a Cataluña, donde visitó también la zona obrera del Bajo Llobregat, recién concluida una masiva y enconada huelga. Ante las fuerzas políticas de Barcelona habló en español común y en catalán, prometiendo atención a las reivindicaciones regionales. Ganó así una extraordinaria popularidad.
Las tensiones y conflictos abocaron a una sangrienta jornada en Vitoria. Grupos extremistas (uno de los líderes era un ex jesuita) pedían aumento de sueldo de casi el 30% y semana de 42 horas, e intentaban imponer una huelga general mediante piquetes. La consiguieron el 3 de marzo, acompañándola con de barricadas que bloquearon los accesos a la ciudad. Por la tarde se convocó una asamblea celebrada --como de costumbre-- en una iglesia, que no podía contener a todos los asistentes. Los policías, solo 190, se vieron desbordados y lanzaron botes de humo a través de los cristales del templo. La gente salió empavorecida y la masa que permanecía en el exterior empujó hacia los policías, que, ante la avalancha, dispararon e hirieron a diez personas, de las que cinco murieron. A continuación, la ciudad fue tomada por una multitud enfurecida que alzó barricadas y realizó todo tipo de destrozos. Una comisaría fue atacada con cócteles molotov, y un policía quedó ciego. Fraga se hallaba en Alemania, supliéndole Suárez en Gobernación. El día 6, Fraga volvió de Alemania y visitó a los heridos, siendo recibido con hostilidad. Hubo protestas en muchas otras ciudades, y el día 8 huelga general en las Vascongadas, con masivas manifestaciones y un muerto. Pero desde entonces la conflictividad refluyó de modo considerable en todo el país.
Los sucesos de Vitoria tuvieron la mayor trascendencia política. Parte de la opinión pública y de los franquistas vio en aquella semiinsurrección una estrategia y un probable desenlace revolucionario de las reformas. El gobierno, alarmado, especuló con declarar el estado de excepción, pero Suárez, razonablemente, se opuso. Fraga mantuvo el día 8 una reunión, que califica de “importantísima” y muy satisfactoria, con los ministros militares, deseosos de saber el alcance concreto de las reformas y tener garantía de que las mismas se aplicarían evitando el caos y la desmembración del país.
También la Junta y la Plataforma sacaron lecciones de Vitoria. Percibieron que la agitación podía írseles de las manos, causar reacciones incontrolables del poder y privarles de apoyo en la CEE, poco deseosa de una situación a la portuguesa en España. Así, procuraron frenar los desórdenes, y la oposición más extremista no logró repetir acciones como las de Vitoria. Además, el gobierno tenía la llave de la legalización de los partidos, con la que jugaba para templar ímpetus. El PSOE temía que socialistas rivales como los Tierno Galván o Llopis, recibieran los favores oficiales y, aunque exteriormente pedía la legalización del PCE, no hacía ascos a su aplazamiento, que le eliminaría un rival. Surgió entonces una aproximación entre el sindicato franquista y la UGT, en perjuicio de CCOO y algo más tarde Fraga permitía al sindicato socialista celebrar legalmente un Congreso. El PSOE y su UGT seguían siendo insignificantes al lado del PCE y CCOO, pero estos se encontraban en difícil postura: los socialistas, si eran legalizados antes, podían ganar mucho terreno y los comunistas perder su ocasión; pero si, en réplica a tal favoritismo, el PCE endurecía su acción, perdería la imagen de moderación que le convenía ofrecer. Juan Carlos creyó oportuno alentar la moderación comunista, y ese mismo y decisivo mes de marzo, de nuevo a espaldas del gobierno, envió a Prado a Bucarest, a fin transmitir al dictador Ceaucescu un recado para Carrillo: no debía exaltarse, porque el rey pensaba legalizar su partido más pronto que tarde.
Aún con las cautelas obligadas por las circunstancias, la oposición exhibió ciertos rasgos intranquilizadores el 20 de marzo, cuando Alexandr Solzhenitsin comparó en TVE al régimen español con la URSS: destacó el carácter infinitamente más sanguinario y opresivo de la segunda, donde faltaban libertades básicas comunes en España: viajar y vivir sin trabas dentro y fuera del país, leer prensa extranjera, fotocopiar documentos, hacer huelgas toleradas, etc.:“Si nosotros gozásemos de la libertad que ustedes disfrutan aquí, nos quedaríamos boquiabiertos”. Sus palabras desataron un vendaval de improperios, y no solo desde la oposición comunista: “paranoico”, “mentiroso”, “cómico de pueblo”, “está contra toda Europa”, “pájaro de mal agüero”, “chorizo”, “desvergonzado”, “bandido”, “hipócrita”, “multimillonario a costa de los sufrimientos de sus compatriotas”… El intelectual progresista Juan Benet lanzó en Cuadernos para el dialogo una diatriba criticando que a Solzhenitsin le hubieran dejado salir del campo de concentración, y al coro se unieron desde la comunista Montserrat Roig, a políticos e intelectuales de la derecha antifranquista, como Manuel Jiménez de Parga o Camilo José Cela. La reacción, realmente rabiosa, revelaba algo que solía ocultarse: la mitificación de la URSS -- incluido su GULAG, por nadie ignorado—, el carácter agresivamente antidemocrático de gran parte de la oposición, y el uso que esta podría dar a las libertades que por otra parte reclamaba. Cabe imaginar la ruptura pretendida.
Y el día 26, la Junta y la Plataforma unificaban su acción como Coordinación Democrática (Platajunta, se la llamó popularmente), para hacerla más efectiva, por un lado, y más controlada por otro. Superficialmente podría pensarse en un nuevo Pacto de San Sebastián como el que unió en 1930 a la oposición republicana, también rupturista, para acabar con la monarquía. Pero no había tal: ahora las fuerzas armadas permanecían inconmovibles al lado del gobierno, y las instituciones no daban señales importantes de descomposición, pese a las agitaciones y la presión de gran parte de la prensa.
Así, la necesidad de controlar la agitación por parte de la Platajunta debilitaba el rupturismo, y empezó a hablarse de “ruptura pactada”, en expresión contradictoria. No por ello se abandonaba la ruptura, como probó el XXX Congreso de la UGT, celebrado en Madrid con abundantes delegaciones extranjeras: se cantó La Internacional entre puños en alto, y la consigna “España, mañana, será republicana”. El gobierno fue tachado de continuador del franquismo, del que nada cabía esperar, aunque permitía aquel congreso. Se invocó un marxismo elemental, la lucha de clases, el enlace entre las reivindicaciones económicas y el plan de eliminar el capitalismo y el estado burgués a su servicio. Los trabajadores debían educarse en las tesis marxistas y unirse en un solo sindicato “de clase”. Etc. El congreso representaba a no más de 7.000 afiliados, cifra probablemente hinchada, un cuarto de ellos en las Vascongadas. Los sectores conservadores del franquismo vieron en todo ello la prueba de que los socialistas no habían cambiado desde la república; pero, según una opinión más general, se trataba de retórica insincera, para arrebatar clientela a los comunistas.
De todas formas, el asunto causaba preocupación. Para el 1 de mayo, las oposiciones convocaron a masivas demostraciones de fuerza, en un nuevo pulso al gobierno. Fraga organizó un despliegue policial extraordinario, y la convocatoria fracasó en todas las ciudades, limitándose a “saltos” y cortes momentáneos del tráfico por parte de grupos reducidos, sin verdadera respuesta popular. Fue una nueva y clara victoria del gobierno, y el fin de la etapa de los movimientos desestabilizadores.
Aun así, el 9 de mayo tuvo lugar otro tipo de encuentro violento, en la concentración carlista anual de Montejurra, entre los tradicionalistas partidarios del infante don Sixto y los socializantes o trotskizantes y pro separatistas seguidores de Carlos Hugo. Intervinieron algunos provocadores extranjeros de extrema derecha, y el enfrentamiento se saldó con la muerte por bala de dos izquierdistas, uno de ellos del Movimiento Comunista. El suceso no era más grave, incluso menos, que otros de la época, y afectaba a un partido carlista muy debilitado, pero recibió una cobertura de prensa intensísima, orientada a desprestigiar al gobierno.
La Platajunta tenía otro problema: los golpes terroristas de la oposición radical, que aspiraba a una completa ruptura revolucionaria y no pedía legalización alguna. Hasta entonces, sus crímenes habían sido defendidos por el resto de la oposición y de la prensa progresista, que creía poder utilizarlos políticamente, y mucha gente de derechas entendía a los terroristas y el resto de los antifranquistas como partes de un mismo plan revolucionario. La oposición, en general, seguía explotando los atentados, al presentarlos como respuestas, tristes pero justificables, a la represión y la insuficiente libertad; y mantenía una simpatía de fondo hacia la ETA. Pero al mismo tiempo la Platajunta miraba los atentados con embarazo y ansiedad crecientes, por la incertidumbre que añadían a sus expectativas.
La ETA, a su vez, golpeaba porque creía que el régimen estaba hundiéndose, y los asesinatos, por su repercusión, resultaban la táctica adecuada para provocar cuanto antes el naufragio. Aunque seriamente tocada a finales de 1975, la ETA se recobró con rapidez gracias al éxito publicitario que para ella supuso la tremenda campaña nacional e internacional de solidaridad con los terroristas fusilados en septiembre: numerosos jóvenes afluían a sus filas, y otra mucha gente simpatizaba con ella. El FRAP, en cambio, había salido demasiado malparado para aprovechar la circunstancia; pero iba a tomar pronto el relevo el PCE (r), que, tras fracasar en su intento de convertirse en partido de masas, adoptaría una táctica similar a la de la ETA, convirtiendo su “sección técnica” (dedicada a “expropiaciones” y acciones violentas) en los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, (GRAPO) reivindicando por primera vez la represalia de dicho día de 1975 por las últimas ejecuciones franquistas: golpeando sin tregua al régimen, en una situación de crisis, podría abrirse camino al socialismo.
La ETA asesinó en esos cinco primeros meses de 1976 a once personas, entre ellas el industrial Ángel Berazadi, previamente secuestrado y a dos policías capturados en Francia y brutalmente torturados, a quienes cortaron los dedos. Según las instrucciones de uno de los teóricos de la ETA, Federico Krutwig, los policías, “entes infrahumanos” debían ser degollados y, siempre que fuera posible “eliminados por medio de la tortura”. “No se debe tener para ellos otro sentimiento que el que se posee frente a las plagas que hay que exterminar”. El caso de Berazadi provocó una tempestad en el gobierno, donde Fraga, llevado de su impulsividad, amenazó tratarlos como a enemigos de guerra, ya que ellos así se habían declarado; pocas respuestas habrían sido más absurdas