El memorial del Holocausto en Berlín ofrece una amplia información sobre la persecución nazi contra los judíos, bajo la razonable advertencia de Primo Levi: "Ocurrió una vez, puede ocurrir de nuevo". Sin embargo, algo nos deja insatisfechos: se nos muestra el cómo, pero no el porqué. Insistir incansablemente en el cómo a modo de vacuna contra una repetición del crimen, podría tener efectos finalmente contrarios. En definitiva da la impresión de que los nacional socialistas se volvieron, por así decir, locos de maldad, y decidieron realizar un acto que parece a casi todo el mundo un crimen terrible, probablemente porque la mayoría, creyentes y no creyentes, estamos impregnados de moral religiosa. Y además de terrible, sin sentido alguno.
¿Por qué, en definitiva, decidieron los hitlerianos exterminar a los judíos? Eso no suele quedar claro, a menudo se alude a su irracionalismo, pero eso no pasa de ser una seudoexplicación. El ser humano vive, le guste o no en el reino de la razón, e incluso las tendencias llamadas irracionalistas necesitan justificarse mediante razones, para no quedar en simples disparates. Los nazis, por supuesto, tenían sus razones. Dos de ellas, al menos, eran inmediatas: a) en la historia ha habido muchos genocidios, y pronto quedan en el olvido, o en todo caso no tienen vuelta atrás. Hitler mencionó alguna vez el de los indios de Norteamérica y el más reciente de los armenios. Por lo tanto, ninguna convención moral debía oponerse a razones de conveniencia histórica más profundas; b) aunque la posibilidad de un exterminio de los judíos estuvo siempre presente en la doctrina nazi, durante años el régimen pensó más bien en forzarlos a emigrar, o hubo planes para deportarlos a Madagascar, ya comenzada la guerra. La "solución final" surge ya avanzada la guerra, y posiblemente como represalia por la persistencia de Inglaterra en mantener la lucha. Para los nazis, los culpables de la continuación de la guerra eran la plutocracia judaica en particular y el pueblo hebreo en general (no solo ellos hacían esta acusación). Por consiguiente, los judíos debían pagar su culpa, y ganara quien ganase, resultar los grandes perdedores. La guerra misma ofrecía la mejor posibilidad de llevar a cabo tal programa. Si Alemania vencía, los hechos quedarían justificados u olvidados; y si perdía, el enemigo judío no iba a poder alegrarse, de todas formas.
Esta es una razón de tipo paranoico, parecida a la de quienes ven a la masonería, o a la CIA o a cualquier particular mano negra detrás de todos los males que afligen al hombre; pero, desde luego, no es pura irracionalidad.
A mi juicio subyace en el Holocausto otra razón más profunda: la concepción científica de que el hombre es, en definitiva, un animal, con ciertos rasgos especiales pero ninguna relación con lo que suele llamarse divinidad. No se trata solo de la lucha por la vida o la selección natural: el hombre, según su interés, impone a los animales procesos artificiales de selección, y a tal fin elimina sin escrúpulos morales a los animales considerados perjudiciales o inferiores. La idea, experimentada desde tiempo inmemorial, puede –debe, según esa concepción– aplicarse al propio ser humano: las razas e individuos humanos considerados inferiores pueden ser eliminados, si ello conviene por una u otra razón (un destino parecido reservaban a los polacos y rusos). ¿Qué podría oponerse a ello? ¿La justicia divina? ¿El castigo en el otro mundo? Los nazis, al menos los más consecuentes, sabían que tales cosas no existen, y que, por tanto, el exterminio solo debe considerarse un crimen si perjudica a las razas superiores; un criterio por cierto más real, más racional y más científico que las paparruchas de los curas.
El núcleo de esta concepción resurge hoy con fuerza, pero sus sostenedores afirman no pensar en tales formas de selección, sino que desean el amor, la tolerancia, la solidaridad y la amistad entre todos los humanos. Estos mensajes, sin embargo, introducen de contrabando conceptos más o menos religiosos, nada científicos, por una parte, y ajenos a la idea de libertad por otra; y de una gratuidad ridícula.
No digo que todo esto justifique o demuestre la creencia religiosa, pero como mínimo nos obliga a tratar estas cuestiones con precaución y a no frivolizar sobre ellas.
------------
Leo en ABC un comentario de Tulio Demicheli sobre Negrín, para el que me pidió mi opinión. La cita es correcta, pero empieza el hombre:
"Al polemista y gran divulgador histórico Pío Moa no le extraña que a Negrín...". ¿Divulgador? ¿Qué es lo que divulgo? Hay algo más lamentable que la desvergüenza de nuestros lisenkos, y es la miseria intelectual y la cobardía moral de nuestra derecha.
Y contrapone: "Más moderadas resultan las valoraciones de los historiadores universitarios. Así, para el norteamericano Stanley G. Payne...". En historia no se trata de "moderación", sino de veracidad y documentación, y el señor Demicheli debería saber que hay cientos de historiadores "universitarios" con opiniones totalmente opuestas a las de Payne o las mías, básicamente iguales. Y que la mayoría de esos historiadores "universitarios" simplemente desacreditan la universidad, una vergüenza de nuestro tiempo.
-------------
La semana pasada, en Época
LA HISTORIA Y SUS INTÉRPRETES
En su célebre conversación aludida la semana pasada, observa Cebrián a González: "Ya decía Ortega que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla". La frase pertenece a Santayana, creo, pero da igual aquí. Lo grave es que quienes pretenden ilustrar a los españoles sobre su historia demuestren tener tan poca idea de ella. Ya comenté aquella majadería de la guerra de ricos y pobres: cualquier persona con algo de criterio sabe que no es lo mismo hacer demagogia con los problemas de la gente que darles una solución razonable: el Frente Popular supuso mucha más miseria y tiranía para los "pobres", a quienes decía representar.
Sigue Cebrián interpretando: "Es mejor referirse a un golpe de Estado que a una guerra civil, aunque había mucha gente que quería la guerra, por horrible que parezca". Y aclara González: "Empezando por Franco y muchos de sus acólitos". ¿Pueden ignorar a día de hoy quiénes, realmente, querían la guerra civil "por horrible que parezca"? Los demás lo sabemos porque está documentado con abundancia: en primer lugar, el PSOE. Basten estos botones de muestra de la propaganda socialista, en 1934: "¡¡Estamos en pie de guerra!! ¡Por la insurrección armada! ¡Todo el poder a los socialistas!"; "La guerra civil está ya a punto de estallar sin que nada pueda ya detenerla!; "Uniformados, alineados en firma formación militar, en alto los puños, impacientes por apretar el fusil. Un poso de odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida, sin una operación quirúrgica"; "El proletariado marcha a la guerra civil con ánimo firme"... Y tantos más. Las instrucciones secretas para la insurrección lo explicaban: se trataba de una guerra civil. Solo Besteiro se opuso, en vano, a aquel "envenenamiento de las mentes de los obreros" y al "baño de sangre" en preparación.
La Esquerra de Companys, compañera de insurrección del PSOE en octubre del 34 también se había proclamado "en pie de guerra" tan pronto la derecha ganó las elecciones de noviembre de 1933. Los comunistas, asimismo, deseaban abiertamente la guerra, y la CNT organizaba constantes insurrecciones. Pero hay una diferencia: el PCE y la Esquerra carecían de fuerza, y los anarquistas de disciplina, para organizar a fondo la contienda. El PSOE, en cambio era el partido mayor, más organizado y disciplinado. Su decisión marcaba el destino de la república, y su decisión fue la guerra. Fracasada su intentona del 34 (con 1.400 muertos), acabó de destrozar la legalidad republicana entre febrero y julio de 1936, provocando el levantamiento de quienes no estaban dispuestos a sufrir una revolución izquierdista.
¿Qué decir de Franco? Tres cosas: defendió la república en 1934, fue el último en sublevarse, después de haberlo hecho anarquistas, Sanjurjo, socialistas, nacionalistas catalanes, comunistas y republicanos; y lo hizo cuando las izquierdas habían arruinado la legalidad y tenían en marcha un proceso revolucionario.
Estos datos, insisto, no han sido refutados y me parecen irrebatibles ante la abrumadora documentación existente y puesta a la luz por mis estudios, entre otros. La pregunta es: ¿conocen los hechos González y Cebrián? Si los ignoran, ¿qué historia van a enseñar? A primera vista no entra en la cabeza tal exhibición de ignorancia por parte de ¡un ex presidente del gobierno y un académico de la lengua y ex director de El País! No mejoran, en verdad, una conversación de taberna, y ese es su nivel.
Pero en realidad los dos conocen los hechos y, al revés que la mayoría, no se identifican con el Frente Popular por ignorancia, sino a sabiendas. ¿Cómo explicar, si no, su activo esfuerzo por ocultar los datos y eludir el debate, recurriendo a censura y presiones inquisitoriales? No siguen, ciertamente, a Besteiro, que con tanta lucidez señaló la falsedad propagandística y previó el baño de sangre resultante.
----------
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2505