Como indiqué en otra ocasión, la tradicional división aristotélica entre monarquía, aristocracia y democracia, parece poco adecuada. El poder, cuando es razonablemente estable, lo ejerce siempre una persona apoyada en una oligarquía (partido político, se llame así o no) con el consentimiento de la mayoría de la población. Por supuesto, es un contrasentido pensar que el pueblo, o la mayoría, puedan ejercer el poder (¿sobre quiénes iban a ejercerlo?) La virtud de las elecciones libres estriba en al menos tres cosas: hace explícito un consentimiento popular que en los regímenes no democráticos es implícito; impide que el consentimiento se logre por el terror; y permite que las oligarquías cambien en el poder sin recurrir a la violencia. Estas tres ventajas bastan para justificar las elecciones como método preferible a cualesquiera otros que conozcamos hasta la fecha.
Concepto implícito a las elecciones es que no existen aristocracias sino meras oligarquías. Si gobernasen los mejores, las elecciones serían contraproducentes, ya que fácilmente introducirían en el poder a elementos indeseables. Además no existe un método que asegure la selección de los mejores, ni un criterio que defina con precisión en qué consiste lo mejor en política. Quienes mandan no tienen por qué ser, y en general no son, mejores que los ciudadanos corrientes en ningún sentido salvo en que conocen mejor los mecanismos del gobierno. Esto no quiere decir que no haya unos políticos mejores y otros peores, por supuesto, pero es el balance de su ejercicio en el poder lo que nos permite juzgarlos, y no alguna cualidad o currículo previo que garantizaría por adelantado su buen gobierno. Esto tampoco quiere decir que esté de más cualquier preparación para el político. Los romanos tenían el cursus honorum que aseguraba una capa de políticos y funcionarios con amplia experiencia al mismo tiempo administrativa, militar y judicial, lo que, sin duda, ayudó mucho al poder de Roma, aun sin impedir, como sabemos, terribles abusos.
Pero en unas elecciones democráticas no se presentan “los mejores” sino los grupos deseosos de ejercer el poder, para lo cual deben persuadir a la mayoría, sobre el supuesto de que no utilizarán la victoria en las urnas para cambiar las normas y convertir su gobierno transitorio y limitado en absoluto. De hecho, las elecciones libres constituyen en sí mismas una limitación fundamental del poder.
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"No negué la crisis, no prometí el pleno empleo, no me senté ante la bandera de EEUU" Este memo iluminado, que con ayuda de Rajoy ha convertido la política española en una farsa esperpéntica, cree que los españoles son idiotas. Y en gran medida acierta: por lo menos están idiotizados por unos medios de masas manipuladores. Qué pueblo tragaría un gobierno que no se siente español, sino “progre”, que pacta con los terroristas la balcanización de España, que trata de levantar los rencores de la guerra civil, que llena al país de puterío… Cierto que ha tenido la ventaja de una oposición insignificante, pero no basta para explicar tanta desvergüenza. También es verdad que cada país tiene el gobierno que merece.
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Hoy, en El economista :
GALLEGO Y ESPAÑOL
Soy gallego y aprendí mis primeras palabras en ese idioma, pero mi lengua propia real es el español común o castellano. Este idioma, aunque nacido en Castilla, se ha formado con la contribución popular y literaria de todas las regiones y de países de América; y es tan propio de Galicia, Cataluña, o las Vascongadas como puedan serlo los idiomas regionales respectivos. No hay contradicción entre uno y otros, salvo en las mentes calenturientas de los separatistas. Galicia, Cataluña y Vascongadas estuvieron en España desde que entraron en la historia. No son casos como los de Gales, Escocia o Irlanda, conquistadas a sangre y fuego por los ingleses. Las tres participaron en la Reconquista y, con mayor o menor intensidad, en el imperio español, en las crisis, las prosperidades y en todas las empresas colectivas que han ido conformando España. La historia de esas regiones, separada de la de España, se convierte en un relato oscuro y embrollado, sin la menor proyección externa y de muy escaso interés.
Me gusta la lengua gallega, y me gustaría que en ella se escribiesen obras literarias o científicas de enjundia, en lugar de contaminarse con la envenenada retórica nacionalista. Pero ello no me impide ver que se trata –como el catalán o el vascuence—de un idioma muy minoritario, con poca utilidad práctica y sin proyección exterior (el intento de conseguirla a través del portugués es ridículo: pese a compartir el mismo origen, las dos lenguas son harto distintas, y un gallego normal comprende mucho mejor el castellano que el portugués). Y entiendo que su desarrollo no debe plantearse en oposición al otro idioma no menos propio de Galicia, el cual ofrece mil ventajas inalcanzables para las lenguas regionales.
Pero los separatistas niegan estas evidencias y crean artificialmente mil tensiones. ¿Lo hacen por amor a Galicia? No: por amor al poder y al dinero público.