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Presente y pasado

La eternidad

(Permítaseme esta pequeña especulación inocente, sin otro objeto que el de estimular a los verdaderos entendidos a aclararnos alguna cuestión, como hacía nuestro maestro nacional Benjamín Núñez)

Tengo entendido que Newton, pese a su religiosidad, concibió un universo eterno e infinito, en contradicción con la doctrina cristiana. También estaba en contradicción con la ley de la gravedad, descubierta por él, contradicción solo percibida mucho tiempo después, y más a través de la observación que de la argumentación. Mucho antes de esas observaciones se había argumentado también que, si Newton tuviera razón, habría habido tiempo de sobra para que el cielo estuviera lleno de luz, día y noche, y nosotros probablemente asados sobre la superficie terrestre.

Esta idea de la eternidad, muy antigua, ha producido especulaciones como la del eterno retorno, retomada por Nietzsche, según la cual –si no la he malentendido– todas las combinaciones posibles se agotan en la eternidad y por tanto han de repetirse; idea poco acertada, me parece, pues bastan dos elementos para producir combinaciones inagotables, sin fin, como prueba la informática.

La idea de un tiempo sin principio ni fin (en cierto modo el tiempo absoluto de Newton) es una extensión mental de la experiencia práctica; parece lógica, pero en realidad choca con esa experiencia, que observa el tiempo como sucesión de sucesos, valga la expresión. Sucesos necesariamente efímeros, para los cuales nuestra mente ha diseñado el marco no natural de los minutos y las horas. Pero resulta difícil concebir una eternidad compuesta de sucesos efímeros. Pues tan pronto se introducen los sucesos en la eternidad, esta queda abolida al entrar en ella el principio y el fin. Solo cabe concebir la eternidad como la ausencia de sucesos, en definitiva como la abolición del tiempo.

Esto, permítaseme otra pequeña digresión quizá traída por los pelos, me lleva a la noción del castigo eterno para los pecadores, al menos para los grandes pecadores. Como es sabido, Orígenes sostenía que en el final de los tiempos habría una especie de reconciliación general (apocatástasis), y pecadores y no pecadores volverían a unirse en Dios. Suena razonable, por cuanto la hipótesis de un castigo eterno, ilimitado, para los pecados, que son limitados por naturaleza, parece chocar con la idea de la justicia y la misericordia infinita de Dios. No obstante, San Agustín sostuvo la tesis contraria: el castigo sería eterno. Pero ¿qué significa esto? El mismo Agustín, creo recordar, opinaba que el tiempo aparece con el mundo, va intrínsecamente unido a él, por lo cual no puede ser eterno. Así, el concepto de eternidad debe aludir a otra cosa.

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(En Años de hierro)

Proseguía la implacable represión de los brotes comunistas. Como ya vimos, la policía había dado con la pista del grupo de Quiñones, y en enero de 1942 ya había logrado capturar al comité central, menos a tres personas. El propio Quiñones, detenido, se negó a hablar. La policía usó un truco para averiguar su domicilio: insertó en la prensa el anuncio de haberse recogido en la calle un caballero con la descripción de Quiñones, pidiendo a sus familiares, dueños de pensión o de casas particulares se presentasen en comisaría para identificarlo. Según la versión de A. Ruiz Ayúcar, lo identificó la dueña de la pensión, ignorando la actividad del detenido, y así habría caído en manos de la policía una amplia documentación que Quiñones guardaba en la fonda. Según la versión de G. Morán, la dueña de la pensión, también comunista, encubría a Quiñones, habría destruido los papeles de su huésped y terminaría condenada a treinta años. Como fuere, Quiñones tenía madera de héroe, y aguantó interrogatorios brutales que le dejaron lisiado, llegando así a la cárcel de Porlier, dos meses después de su detención. La policía debió de obtener la información sobre todo del donjuán Luis Sendín, capturado en octubre cuando dormía en casa de dos hermanas. Sendín tenía una maleta de madera llena de papeles del partido. Para hacerla desaparecer, la tiró por una ventana, pero se rompió al caer al suelo y fue localizada.

Pese a las redadas, el miedo y las sospechas de delación, el trabajo no cesó. Un miembro del Buró Político de Quiñones, Jesús Bayón, contactó con una militante llamada Alicia, depositaria de lo único que se había salvado: el aparato de propaganda y los archivos. Así encontró a otros militantes y emprendió de nuevo la reorganización, que se estaba demostrando la roca de Sísifo. Un afiliado, Calixto Pérez, que trabajaba en Bilbao, facilitó una reunión para crear un nuevo grupo dirigente, integrado por Bayón, Ramón Guerreiro y Agapito Olmo. El más preparado debió de haber sido Guerreiro, natural de Lugo y formado en la Escuela Leninista de Moscú. Durante la guerra había llegado a comandante de infantería y pertenecido al SIM. Huido a Francia al caer Cataluña, había vuelto a la zona centro el 8 de marzo del 39, cuando ya la plana mayor del PCE había escapado, y desde entonces había estado activo.

Como primera medida, la nueva dirección anuló la línea política quiñonista y aceptó la dirección del exterior. Otros pasos seguirían por impulso de Uribe, Carrillo y los jefes en México, resentidos por el autonomismo de Quiñones y por el desprecio de este a su condición de exiliados. Pronto se enteraría el moldavo, en la cárcel, de su expulsión del partido "por traidor", acusación concretada luego en la de "provocador al servicio de los ingleses". Acusaciones sin el menor fundamento.

Muy lejos de allí, en la ciudad caucasiana de Tiflis o Tbilisi, se suicidaba al terminar el invierno, el 18 o el 21 de marzo, José Díaz, máximo jefe del PCE desde 1932. Había firmado en Moscú un análisis crítico de la guerra civil, Las enseñanzas de Stalin, guía luminoso para los comunistas españoles, aunque su autor real fue acaso Enrique Castro Delgado, fundador y primer comandante del famoso Quinto Regimiento, creado por el PCE en 1936 para formar cuadros militares. El escrito achacaba la derrota a la débil vigilancia sobre los vacilantes aliados del Frente Popular, que habían saboteado el esfuerzo de guerra. Díaz, sevillano, panadero en su juventud, moría con 46 años. Había pasado del anarquismo al comunismo, reivindicado para su partido –con falsedad– la insurrección del 34 y, tras las elecciones de febrero de 1936, había intentado que el gobierno desarticulase a la CEDA y demás grupos conservadores ("fascistas" en su lenguaje). Llevaba tiempo enfermo, habiendo sido operado de un cáncer de estómago. Corrieron rumores, sin prueba alguna, de haber sido asesinado por el NKVD*. En Tiflis, capital de Georgia, había pasado Stalin su juventud, y estudiado en su seminario.

El 2 de octubre Quiñones y sus compañeros Sendín y Cardín fueron llevados ante las tapias del cementerio del este, para ser fusilados. Quiñones iba sentado en una silla, al no poder sostenerse en pie, a causa de sus lesiones. Gritó "¡Viva la Internacional comunista!", justo antes de que el pelotón hiciera fuego y pusiera fin a la vida de los tres. Concluía así su empeñada aventura por reconstruir el partido comunista en condiciones tan arduas. Ante el tribunal había defendido con ardor sus ideas y asumido su responsabilidad. Al preguntarle el fiscal sobre el cargo de traidor que le hacían sus camaradas, replicó que el asunto solo concernía a los comunistas. Ni aun su ejecución indujo a los jefes de Méjico a levantarle el estigma de traidor y agente inglés (alguien le había visto fumar cigarrillos ingleses, de ahí la acusación). Se inventó la herejía del quiñonismo, "variante nacionalista, que despreciaba a la dirección central constituida por el partido de Pepe y de Dolores". Algo de cierto había en lo del desprecio, pues Quiñones había mostrado poco respeto hacia los jefes del PCE, excepto José Díaz y Pedro Checa, ambos fallecidos el mismo año 42. Checa responsable de organización del partido, había muerto de enfermedad en Méjico, en agosto.

Todavía muchos años después, en sus memorias, escribirá Carrillo este epitafio de Quiñones: "Había conseguido hacerse, sin encargo de nadie, con la dirección de lo que parecía haberse organizado como partido en el país; tenía contacto con agentes ingleses y parecía ser que postulaba el apoyo a una restauración monárquica, rechazando el control del equipo dirigente emigrado (...). Su mala reputación empeoró cuando en el momento de ser detenido cayeron con él, según noticias que nos llegaron, más de un centenar de camaradas en todo el país. Su negativa a reconocer la dirección del partido, sus posiciones políticas (...) configuraron la noción de que Quiñones era un provocador. Mucho más tarde se supo que Quiñones había sido torturado y condenado a muerte. Nunca ha podido hacerse total claridad sobre aquel episodio". Carrillo participó en las intrigas para desbancar al poco acomodaticio moldavo, en crearle "mala reputación" y tuvo que conocer pronto su valerosa conducta, no "mucho más tarde". Tantos años después, quien nunca abandonó la seguridad del exilio, persiste en la destrucción política y moral de quien, "sin encargo de nadie", había dado su vida por el partido.

"A fines de 1942 –explica Carrillo– nos reunimos en México Uribe, Mije, Ángel Álvarez y yo (...). En esta reunión se confirmó a Uribe como responsable del equipo; se me designó a mí como responsable de organización; a Mije de la propaganda y a Ángel Álvarez de la labor con la emigración". Carrillo instruía: "Ser comunista significa ser fiel hasta la muerte al partido (...) a la causa de la libertad y la independencia de España (...) luchador intransigente contra la Falange y los opresores hitlerianos; no regatear esfuerzos ni sacrificios para hundir su régimen de guerra, hambre y terror".

El último día de octubre aparecía El Español, semanario "de política y espíritu", que aspiraba a aglutinar una corriente intelectual mesiánicamente nacionalista e inclinada al fascismo. En ella habían de colaborar muchos intelectuales que con los años emigrarían a otras regiones políticas. La dirigía Juan Aparicio, figura clave del periodismo de la época, que había fundado a finales de 1941 la Escuela Oficial de Periodismo (crearía otra en Barcelona, años más tarde), para formar profesionales en el espíritu de la nueva época, y que tendría un desarrollo importante.

Aparicio era un dinámico agitador cultural. Había diseñado la bandera de la Falange con los colores rojo y negro, por asimilarla al anarcosindicalismo, al modo del nacional-socialismo alemán, pero atribuyendo al anarquismo un carácter más español: se trataba de "nacionalizar el sindicalismo ácrata". Había inventado los inspirados lemas "Por la Patria, el Pan y la Justicia" o "Una, Grande y Libre", y adaptado el yugo y las flechas de los Reyes Católicos a la simbología falangista. Según su explicación posterior, los símbolos procederían de Virgilio y habrían sido recogidos por Nebrija. El yugo, de sentido ambiguo, representaría el espíritu romano del "debellare superbos", derrocar a los soberbios y levantar a los humildes. Había de promover otras revistas intelectuales de considerable proyección (Así es, La estafeta literaria, Fantasía, etc.).


* El 1 de mayo de 2005, después de trasladados sus restos a Sevilla, la corporación municipal en pleno, con todos los grupos políticos, lo declaró "hijo predilecto" de la ciudad.

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