Así pues, la gestación del texto constitucional distó de ser muy democrática, pero de momento no encontró más escollos que la indignación de AP, resuelta con la escisión del partido. El asunto más escabroso --pero no el único-- fue el de las autonomías, concretado en el Título VIII y en la inclusión del término “nacionalidades”. En palabras de Herrero de Miñón, uno de los ponentes con mayor influencia, “comunistas y, más aún, socialistas, pretendían elaborar una completa nueva planta constitucional en la cual la Jefatura del Estado perdiera sus connotaciones históricas, la parte dogmática supusiera una transformación, cuanto más radical mejor, de la sociedad y la economía y las autonomías correspondieran al principio del federalismo”; en cambio interpretaba la postura de AP como un plan de “reformas parciales de las Leyes fundamentales franquistas” y adición de otras nuevas”; y afirma que UCD acertó “con un término medio: cambiar el Estado, y permitir el cambio social sin cambiar de sociedad ni de Estado” El aserto revela un optimismo exagerado.
El Título VIII, referido a la organización territorial y en particular a las autonomías, resulta contradictorio, pues pretende por una parte establecer las competencias de las autonomías y las del estado central, y por otra parte vacía estas últimas advirtiendo que las autonomías podrán extender sus competencias (obviamente, a costa de las nacionales), y el estado podrá delegar las suyas. Pese a un afán ordenancista impropio de una Constitución, y a cautelas retóricas, las autonomías, en lugar de delimitarse, quedaron abiertas a una progresión indefinida desde un punto de partida más amplio que en la república, a interpretaciones, incluso al hecho consumado.
La cuestión fue abordada por los partidos, señala Herrero de Miñón, desde tres enfoques distintos: a) los nacionalistas pretendían un reconocimiento nacional para Cataluña, apoyados por socialistas y comunistas, mientras que los nacionalistas vascos hablaban de “soberanía originaria”; b) los socialistas y comunistas defendían incluso el “derecho de autodeterminación”, es decir, la posible secesión; y c) la UCD y en parte AP pensaban en una “regionalización del Estado”, de inspiración orteguiana.
Las aspiraciones de los nacionalistas catalanes y vascos no precisan aclaración. Algo más la coincidencia de socialistas y comunistas con ellos. Esa coincidencia era una tradición en el PCE, no así en el PSOE, que siempre había preconizado un centralismo incluso jacobino. El PCE, si bien centralista de hecho, siempre había incluido en su programa la “autodeterminación de las nacionalidades” al estilo leninista, según un modelo extraído de la experiencia de los imperios ruso y austrohúngaro, con nada en común con España. El PSOE de González y Guerra asumió en esto las viejas posturas comunistas, debido a un afán de radicalismo, a su visión negativa de España y a su antifranquismo, ya que el régimen anterior había defendido la unidad nacional.
Menos esperable era la repentina inclinación autonomista de la derecha, entusiasta en casos como el de Herrero. En buena medida venía de la influencia orteguiana sobre la Falange, en este caso lo que Ortega había llamado “la redención de las provincias”. Según Ortega, España era un “enjambre de pueblos” y nunca se había “vertebrado” estatal y socialmente como era debido. El filósofo representaba un nacionalismo español “regeneracionista”, muy similar a los nacionalismos catalán y vasco por cuanto negaban como nefasta la historia anterior y pensaban tener la receta casi mágica para redimir a los pueblos y elevarlos a la gloria.
Los análisis históricos y políticos de Ortega no cuentan entre sus mejores obras. Solían ser retóricos y creaban falsos problemas. “Ocurrencias”, las llamaba Azaña que, sin embargo, se parecía mucho a él en su adanismo hacia España y su historia. Ocurrencias a veces disparatadas, pero expuestas en lenguaje un tanto pomposo que seducía a muchos lectores. La política debía ser “una imaginación de grandes empresas en que todos los españoles se sientan con un quehacer”, señaló en su discurso del 30 de julio de 1931 en las Cortes. Azaña, a su turno, propugnaba en Barcelona, el 27 de marzo de 1930, “un Estado dentro del cual podamos vivir todos”, como si en España nunca hubieran vivido, mejor o peor, todos (los españoles, se entiende), como en los demás países europeos. Viendo el pronto desenlace de las “grandes empresas” orteguianas y de ese “Estado” tan especial de Azaña, cabe ponderar la peligrosidad de las grandes frases vacías, a medias exaltadas y a medias frívolas. Una de las ocurrencias de Ortega propugnaba la articulación de España “en nueve o diez grandes comarcas” autónomas, para las cuales “la amplitud en la concesión de self government debe ser extrema, hasta el punto de que resulte más breve enumerar lo que se retiene para la nación que lo que se entrega a la región". De este modo creía poder salvaguardar el principio de la soberanía nacional y contentar, más o menos, a los nacionalistas vascos y catalanes. Su discípulo Julián Marías observaría, en 1978, lo inútil y arriesgado de querer contentar a quienes no se van a contentar.
Yacía bajo todo ello un serio temor a los separatismos vasco y catalán, pese a no haber supuesto ellos ningún peligro ni amenaza desde hacía cuarenta años. La razón no confesada de ese generalizado descrédito de todo centralismo provenía ante todo de la ETA y su contagio, aun si en mucha menor medida, a Cataluña, Galicia y Canarias. Ya vimos que la ETA era el único movimiento nacionalista que había surgido con algún impulso durante el franquismo, ya muy al final de este y, por las razones ya expuestas, había adquirido una excepcional relevancia política. No debe olvidarse que el terrorismo ha ejercido una profunda influencia corrosiva y corruptora en España, más que en cualquier otro país europeo, ya desde el pistolerismo ácrata de la Restauración, a cuyo derrumbe contribuyó decisivamente; y siempre por las mismas razones: la explotación política de los asesinatos por otros partidos teóricamente moderados.
De los tres enfoques autonomistas terminaría imponiéndose el de UCD muy hibridado con el de los nacionalistas, dando lugar a un autonomismo funcionalmente similar al federalismo, pero sin delimitación clara. Sobre todo el ministro adjunto para la Regiones, Clavero Arévalo, propugnó la generalización de las autonomías, creyéndola un modo de disolver los separatismos, mientras que Herrero insistía en unos “derechos históricos”, “singularidades históricas” de Cataluña y Vascongadas, que no autorizaban la homogeneidad autonómica. Herrero asimilaba la situación española a la de Gran Bretaña, un verdadero dislate histórico, y llegó a declarar: “La Constitución puede pasar. Ni España, ni Cataluña ni Euskadi pasarán”; igualaba así las tres entidades y recogía el término inventado por Sabino Arana para incluir Navarra y los departamentos vascofranceses. Quizá influyera en tales actitudes el hecho de estar casado con una señora emparentada con dirigentes sabinianos. Suárez, más reticente a las tesis del PNV, pensaba que UCD y PSOE harían la política real en las Vascongadas, ante un radicalismo nacionalista al borde de la ilegalidad.
Probablemente el enfoque más razonable fuera el propuesto por el nacionalista catalán Roca Junyent en un momento en que, ante las dificultades y diferencias, habló de reducir el texto a unos principios genéricos a desarrollar luego, y restaurar el estatuto de 1932. Pero ello no ocurriría.
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Una breve digresión histórica ayudará a percibir la sustancia del problema. La invasión napoleónica de 1808 impuso la necesidad de modernizar el estado con un carácter democratizante y contra las trabas más o menos feudales de siglos anteriores (comunes a casi toda Europa). Representó esa modernización la liberal Constitución de 1812, con un nacionalismo condensado en la soberanía española, “que no puede ser patrimonio de ninguna familia o persona”. Pero encontró un duro rechazo porque parecía recoger principios de la Revolución francesa, vistos con repugnancia por el grueso de un pueblo que luchaba precisamente contra los franceses; a lo que se añadía un injustificado fervor popular por un rey que había sido cómplice oculto de Napoleón. Así, el liberalismo pareció a muchos una doctrina foránea, opuesta a la tradición hispana y al catolicismo. Las subsiguientes guerras carlistas se riñeron, paradójicamente, entre unos carlistas españolistas, pero antinacionalistas (no aceptaban la soberanía nacional, sino la del monarca), y unos liberales nacionalistas, pero considerados antiespañoles y anticatólicos. La victoria final de los liberales en el último cuarto de siglo motivó en Cataluña y Vascongadas, quizá las regiones más tradicionales y religiosas, una reacción regionalista algo separadora. Factores como la industrialización de Bilbao y Barcelona, la irrupción de ideologías racistas y un tardío romanticismo antidemocrático, dieron viento a nacionalismos en Cataluña y Vizcaya. Que no prosperaron, sin embargo, hasta el “desastre” de 1898 frente a Usa, causa de profunda desmoralización en toda España.
Los nacionalismos vasco y catalán, concomitantes con el pistolerismo anarquista y los mesianismos socialista y republicano, se convirtieron en una plaga para los regímenes de libertades (Restauración y la II República), a cuya destrucción cooperaron, abocando a la guerra civil y en los dos casos a dictaduras. Las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco disfrutaron de una casi nula actividad nacionalista, excepto la tardía de la ETA. Pero después de la transición posfranquista, que no debió nada a dichos nacionalismos, estos iban a convertirse en el mayor obstáculo al el asentamiento de la democracia, y no solo por el terrorismo.
Hay una diferencia entre el nacionalismo catalán y el vasco. Este se formula en torno a una “raza” vasca superior a la “raza” maketa o española, cuyo roce contaminador debe evitar la primera, por lo que es rotundamente secesionista, aunque maniobrase según las circunstancias. El nacionalismo catalán da a la raza un peso algo menor y considera que, tras ser antaño Castilla hegemónica en la península, había llegado el momento de que la hegemonía pasara a Cataluña, debido a su mayor desarrollo económico y presuntamente cultural. El fundador operativo de este nacionalismo, Prat de la Riba, aspiraba a un estado imperial desde Lisboa al Ródano, orientado desde Barcelona y expansivo hacia África. Tal idea anacrónica sólo podía conducir a frustraciones, por lo que muchos nacionalistas oscilaron hacia un imperialismo menor, sobre Valencia y Baleares, englobadas teóricamente como Països catalans.
Durante la Guerra Civil, ambos nacionalismos se habían unido al Frente Popular, un regalo poco deseable para este, pues colaboraron a su derrota de modo eficaz, aun si involuntario, con sus desavenencias, pretensiones de secesión práctica e intrigas tanto con los fascistas italianos o los nazis como con Londres y París. Tras la victoria franquista, ambos nacionalismos pervivieron en débiles círculos nostálgicos, protegidos por algunos clérigos (no debe olvidarse el origen clerical y antiliberal de ambos nacionalismos, mantenido en el vasco, mucho menos en el catalán, alguna de cuyas ramas era anticlerical en extremo). Terminada la II Guerra Mundial con la derrota nazi, el racismo quedó condenado internacionalmente, y ambos nacionalismos dejaron de invocarlo abiertamente. El PNV tomó ropaje democristiano. El franquismo apenas hostigó a aquellos círculos y, al final, les facilitó la vida como una supuesta barrera al nacionalismo terrorista. Y aunque se acusa a aquel régimen de perseguir las lenguas regionales, permitió la creación de una Academia Vasca que unificó el vascuence, y de ikastolas para la enseñanza en dicho idioma, mientras instituciones oficiales convocaban premios literarios para fomentarlo; algo similar ocurrió con el catalán, cuya filología se hizo obligatoria como rama en las facultades correspondientes. También data de aquel tiempo la primera editorial de libros en gallego.
Por efecto del terrorismo, sectores vascos minoritarios, pero nutridos y muy activos, se radicalizaron en extremo durante la transición, aun si la mayoría de la población era moderada, incluso entre los nacionalistas. Lo demostró la pronta adscripción de muchos al PNV, que permitió a este rehacerse bastante pronto. Claro que la moderación del PNV era muy relativa: justificaba el terrorismo, aun si con reservas, y trataba de beneficiarse de él, y pretendía el reconocimiento de la “soberanía originaria” vasca, inventada por Sabino Arana: nunca había existido nada parecido a un estado vasco, cada provincia tenía su propio fuero, escrito en castellano, que la ligaba al rey de Castilla. Ningún país soberano busca un rey autoritario foráneo –aunque los vascos, claro está, no se consideraban foráneos a España—y en un idioma igualmente “foráneo”.
Según Herrero, la “soberanía originaria”, eufemizada en la Constitución como “derechos históricos”, no pasaba de retórica: para el PNV todo se limitaba, al parecer, al reconocimiento de “la identidad vasca como cuerpo separado dentro del Estado, sin negar en absoluto que éste ejerciera cuantas competencias fueran necesarias. A esto se reducía el dogma de la soberanía originaria”. Pero ya de entrada significaba una organización confederal del país y el privilegio de los “conciertos económicos” que fragmentaban la economía española. La creencia de Herrero suena tan ingenua, por así llamarla, como suponer sin valor práctico el término “nacionalidades”.
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La inclusión del término “nacionalidades” ocasionó mucha discusión en la ponencia constitucional, y estuvo a punto de ser retirada. Ante la oposición de AP y algunos de UCD, Herrero propuso emplear los términos históricos, pero desfasados, de Principado y Reinos (Cataluña y Vascongadas nunca habían sido reinos, se habían integrado en otros reinos y a través de ellos en España, según las instituciones medievales). Pero triunfó finalmente la palabra “nacionalidades”, y el artículo 2º reza: La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
Muchos apreciaron enseguida la contradicción entre “la indisoluble nación española” y la aceptación de nacionalidades. Se adoptó el último término por evitar el más rotundo de naciones, pero en definitiva significa, o puede hacerse significar fácilmente, lo mismo. La nación, en la teoría más generalmente aceptada y democrática, es la base de la soberanía, una vez derrocado el Antiguo Régimen, donde la soberanía nacional se personificaba en la voluntad del monarca. Así lo expresa el nacionalismo, doctrina en principio democrática que surge con gran posterioridad a la existencia de naciones, en rigor se extiende por Europa y América desde el siglo XIX, y por gran parte del mundo en el XX. A su vez, los nacionalismos son capaces de crear nuevas naciones, como ha sido el caso en muchos lugares de Europa o América. Salvo Portugal, por los avatares de la Reconquista, ninguna región hispana se convirtió en nación, como sí lo hizo España desde los reyes godos Leovigildo y Recaredo.
Los nacionalismos regionales podrían, sin embargo, crear nuevas naciones si las condiciones les favorecieran. Por definición, un nacionalismo tiende a la constitución de un estado propio, y mientras no lo consigue se considera oprimido, por lo cual es naturalmente secesionista, aunque haya en ello distintos grados. De este modo, el término nacionalidades en la Constitución anula o, más propiamente, crea las bases para anular, la unidad nacional española, pese a que las autonomías, teórica o retóricamente, debían funcionar “sin mengua de la unidad de España”.
No todos en UCD, menos aún en AP, admitían tales nacionalidades, pero Herrero votó por ellas con los ponentes comunista y nacionalista, contra sus dos compañeros de partido. “El escándalo fue mayúsculo, pero se enterró inmediatamente en el olvido debido, supongo a su feliz desenlace”, escribe Herrero. Quedaban así empatados, por la ausencia de Peces-Barba, los partidarios y contrarios al término. Para imponerse, los partidarios del mismo (Herrero, Roca y Solé) amenazaron con abandonar la ponencia, con lo que esta se reduciría a AP y parte de UCD, rompiendo la aspiración a una Constitución de amplio consenso. La presión o chantaje fue irresistible. Herrero afirma con desparpajo que ganaba así “la pluralidad de las Españas, en sentido orteguiano”. Y, triunfante, invitó a comer a Cisneros y a Solé Tura: “Guardo el menú con los comentarios de los comensales a mi pregunta: ¿Podrán las nacionalidades llegar a ser fragmentos de Estado? Almorzamos huevos escalfados con salmón, pularda a la pimienta verde y arroz pilaw y ensalada, sorbete de fresas y café”.